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Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.
El único modo de acabar con la Obra -está documentalmente probado que era eso lo que se perseguía- tenía que ser descargando el hachazo sobre el "puente" de esa unidad. No bastaba la amputación de un miembro cualquiera, o la poda de una rama: lo efectivo y terminante era decapitarla. Escrivá de Balaguer estaba en el centro del punto de mira de toda esa maquinación. Se trataba de conseguir la expulsión del Fundador. Desaparecido él, las mujeres y los hombres de la Obra se marchitarían sin savia, o se disgregarían sin dirección. Sería, al pie de la letra, la cita evangélica "matarán al pastor y se dispersarán las ovejas" (percutiam pastorem et dispergentur oves).
Como años más tarde comentaría Álvaro del Portillo: "Era una asechanza muy bien preparada, como el puñal puesto sobre el corazón. No faltaba más que apretar un poquito, para que el corazón fuera atravesado". Del Portillo medía sus palabras y recurría a la metáfora del cuchillo corto empuñado certeramente; pero él conoció en su día, de primera mano, toda esa estratagema; y peleó bravamente para desactivarla.
Escrivá la padeció en sus carnes y en su alma. No fue cosa de un día ni de dos. La animosidad no daba la cara, no se hacía oír, no tenía rostro. Pero estaba en el ambiente. Se cernía, como una tormenta seca, cargada de electricidad, inaplacable.
Escrivá intuía, percibía, sentía que estaba ocurriendo algo. Algo grave. Pero no sabía qué era. Durante semanas y meses, andaba inquieto, desasosegado, como con malas corazonadas. Rezaba sin saber qué tenía que pedir... De vez en cuando, ya entrado el verano, bajaba al jardín de la Villa Vecchia para moverse un rato, para dar un breve paseo, para rezar un rosario, o para hablar con alguno de sus hijos:
- Estoy tamquam leo rugiens, ¡como un león rugiente!, en vela, en guardia... Me siento como un ciego que se tiene que defender, pero que sólo puede dar bastonazos en el aire: porque no sé qué pasa, pero algo pasa...
Lo mismo le decía a don Álvaro, su hijo predilecto, su confidente, su confesor, su "custodio", su saxum fuerte...
- Álvaro, yo no acierto a saber de qué se trata, pero algo está sucediendo.
Y Del Portillo callaba. Se le nublaban los ojos, de lágrimas mal contenidas, y el alma se le desgarraba: sabía... pero no podía hablar.
Por su trabajo en el Vaticano tenía, sin duda, conocimiento de algunos comentarios malévolos, de alguna operación extraña, de algún movimiento envolvente que afectaba al Fundador del Opus Dei. Pero el silencio de oficio le sellaba los labios.
El Padre le veía taciturno, silencioso, triste... Y como no podía dudar ni de su sinceridad ni de su lealtad, pensaba para sí: "Álvaro sabe algo. No me lo dice porque... le tienen tapada la boca".
Un día de agosto de ese 1951, Escrivá -que ha llamado en vano a muchas puertas, sin lograr que le abran ni que le escuchen- no sabiendo a quien acudir en la tierra, acude al único remedio que tiene a su alcance:
- Álvaro, siempre he empleado los medios sobrenaturales: la oración y la mortificación. Ahora es ferragosto, hace mucho calor y, además, las carreteras de Italia están atestadas de coches... Salgo pues, el día 14, por carretera hacia Loreto. Quiero estar allí el 15 y consagrar la Obra a la Santísima Virgen. Se hace así una peregrinación penitente, una verdadera mortificación.
Y, soportando la tremenda canícula, viajan hasta la provincia de Ancona. En el Santuario de Loreto, el Fundador consagra el Opus Dei al Corazón Dulcísimo de María, después de celebrar la Misa allí mismo. El nervio de su plegaria es escueto y directo: iter para tutum!, "¡prepáranos un camino seguro!"
El que reza nunca vuelve con las manos vacías. La respuesta del Cielo no se hizo esperar. Pocas semanas después, ya en septiembre, Juan Udaondo, uno de los numerarios que vivían en Milán, informaba al Padre de "algo inconcreto, pero muy inquietante", que le acababa de comentar el cardenal Schuster, monje benedictino y Arzobispo de Milán: Una persona importantísima... situada en un alto puesto, in alto loco, le había contado ciertas cosas sobre la Obra... "aunque yo no las creo, yo no las creo... yo estoy muy contento de que el Opus Dei trabaje en mi diócesis...".
Consagración de la Obra al Inmaculado Corazón de María en 1951 en Loreto
San Josemaría hace la Consagración de la Obra al Corazón Dulcísimo de María en la Santa Casa de Loreto, después de celebrar la Santa Misa, pues intuye que algo grave está tramándose contra la Obra: "Estoy tamquam leo rugiens, como un león rugiente, en vela, en guardia... Me siento como un ciego que se tiene que defender, pero que sólo puede dar bastonazos en el aire: porque no sé qué pasa, pero algo pasa...". El día anterior (día 14) había pasado por Castelgandolfo donde estaban los del Colegio Romano haciendo ca para pedirles que encomendaran sus intenciones. El Director del Colegio Romano -D. José Luis Massot- dice a todos que, mientras dure el viaje del Padre, pueden usar la mortificación corporal libremente. Algunos deciden usar el cilicio incluso mientras duermen. San Josemaría llegó a Loreto el día 14 por la tarde y rezó unos 20 minutos. El día 15 celebró la Misa en el Altar de la Santa Casa y, durante la Misa, sin fórmula preparada, hizo la Consagración de la Obra. Contaba don Alvaro en una meditación el 15-VIII-1976: "Cuando realizó aquella Consagración, nF llevaba varios meses inquieto, desasosegado, como en zozobra. El Señor le hacía comprender que algo grave estaba sucediendo, pero el Padre no sabía lo que era". San Josemaría acudió a la Santa Casa de Loreto "para celebrar la Santa Misa y, sin fórmula, pero con palabras encendidas y llenas de fe, hacer esa Consagración. En la Misa, la hizo con el corazón; y después de la Misa, hablando en voz baja a los que estábamos a su lado, renovó esa Consagración que acababa de realizar, en nombre de toda la Obra. Y la maraña se deshizo". Como la pequeña capilla estaba llena de gente, para hacer su acción de gracias, nP hubo de meterse en el pequeño pasillo que hay detrás del altar. San Josemaría recordaba: fue "una ceremonia muy sencilla, sin pompa externa, en medio del bullicio de la gente, acompañado por tres hijos míos". Regresó Roma tranquilo. En enero de 1952 el Card. Schuster comunicó a D. Juan Udaondo y a Juan Masiá que digan a nP: "que se acuerde de su paisano José de Calasanz...¡y que se mueva!" (San José de Calasanz fue explusado, por calumnias y mentiras que se dijeron contra él, de la Congregación que él mismo había fundado). Efectivamente, después de investigar más a fondo, san Josemaría se entera que, personas ajenas a la Obra, pero con influencia en la Curia Romana, pretendían que Pío XII firmara un decreto por el cual se expulsaba a nP del Opus Dei y la sección de varones y la sección femenina quedaban erigidas en dos instituciones separadas. NP, entonces, redactó una carta a Pío XII pidiéndole que detuviera aquello. Al leer la carta Pío XII comentó al Card. Tedeschini, que fue quien le llevó la carta de parte de nP: ¿Pero, quién ha pensado tomar semejante medida?, y deshizo todo inmediatamente. Aquello se paró en seco, pero, comentaba don Alvaro: "...aquello era como un puñal hincado junto al corazón, que bastaba solamente empujar". En noviembre de 1959, san Josemaría está de tertulia con un grupo de los del Colegio Romano. Uno de ellos le pregunta a nP: Padre, cuéntenos qué pasaba en 1951 y 1952, cuando querían dividir la Obra en dos ramas y expulsarle a usted... ¿Quiénes estaban detrás de aquella persecución?. Respondiendo a la pregunta que le hacía este de Casa, san Josemaría comenta: "Mira, hijo, ahí en el Cortile Vecchio hay una lápida, que podéis leer, y que está muy clara. Está en castellano puro. Esa la escribí yo, sentado encima de unas piedras, cuando estaban construyendo aquello... Lleno el corazón de amargura, pero feliz ¡muy feliz! Nunca -ni siquiera entonces- he perdido la alegría. Aquello lo paramos entre don Alvaro y yo. Pero tú me dices: 'Padre, cuéntenos... quiénes estaban detrás', y yo tengo que deciros que hay muchas cosas que las sabréis en el Cielo. En la tierra, no. Mejor que no... ". (cfr. también cn VIII-95, p. 54). Don Alvaro, en una tertulia en 1977 añadía otros detalles en relación con esta Consagración hecha por san Josemaría: "En esta ocasión se reunían todas las dificultades. De una parte, las de orden material que, aunque no nos hacían perder la paz, nos quitaban mucho tiempo. La Obra se encontraba en plena expansión y necesitaba disponer de adecuados instrumentos apostólicos. En Roma, se estaban constryendo los edificios de la sede central, no teníamos dinero, y los apuros económicos eran constantes. Pero, sobre todo, existían obstáculos -mucho más graves- de orden intelectual y espiritual. Eran momentos en los que el Opus Dei se abría fatigosamente camino, y algunos no entendían este fenómeno espiritual y jurídico que el Señor había suscitado en medio del mundo. El diablo estaba empeñando en hacerlos la guerra, moviendo lo que san Josemaría -con superabundancia de caridad- denominaba la contradicción de los buenos".