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2 julio 2025

San Josemaría hoy: 1949. Apuros económicos en Villa Tevere

Desde julio de 1947 y hasta febrero de 1949, que es cuando los inquilinos húngaros abandonan la villa, vivirán en esos dos pisos de la portería. Arriba, la Administración y el comedor. Abajo, la Residencia o Pensionato.
Son pocas las habitaciones y muchos los residentes. A cada metro cuadrado se le da un intensivo multiuso. En algunos momentos, tienen la impresión de estar en un autobús a hora punta. Sólo hay una cama "puesta". Por las noches se despliegan colchonetas, como en los campamentos. El Padre recordará más tarde esta extraña e incómoda forma de vivir, sin dramatizar, incluso con buena dosis de humor:
- Como no teníamos dinero, no encendíamos la calefacción. Tampoco teníamos sitio donde dormir. No sabíamos en qué lugar descansaríamos por la noche: si junto a la puerta de la calle, en ese rincón, o en aquel otro. Había una sola cama y la reservábamos por si alguno caía enfermo (...) Vivíamos, como san Alejo, debajo de la escalera.
En esa evocación, lo que Escrivá omitía era que, en cuanto alguien estaba resfriado o tenía un amago de gripe, él mismo se adelantaba, extendía su "petate" bajo la mesa del comedor y allí se echaba a dormir. O que, si le encendían una rudimentaria estufa eléctrica, la apagaba porque le repugnaba estar él calentito, mientras sus hijos pasaban frío.
Durante el día, trabajan ayudando en las obras y en la decoración, estudian, van a las Universidades Pontificias y realizan un intenso apostolado con otros chicos universitarios. Pronto se extenderá la labor por varias ciudades italianas: Turín, Bari, Génova, Milán, Nápoles, Palermo...
A los equilibrios para pagar la propiedad adquirida, y para proveer a la manutención de todos ellos, se añaden los gastos de las obras emprendidas. Durante once años vivirán entre excavadoras, andamios, piquetas, trasiegos de capataces, albañiles, carpinteros, fontaneros... a los que hay que pagar inexorablemente cada sábado, a la una y cuarto del mediodía.
Don Álvaro da la cara, solicitando créditos, firmando letras, pidiendo dinero prestado.
El propio Álvaro del Portillo ha contado algo, no todo, de esas dificultades con que topaban para costear los materiales de las obras y, semanalmente, pagar a los obreros su justo salario:
- La primera vez pudimos pagar sin problemas, porque habíamos ahorrado algo de dinero; pero la segunda ya no. Y empezamos a buscar por toda Roma gente que nos prestase la suma necesaria. Una persona se ofreció, pero al día siguiente vino diciendo que había que hipotecar la finca, cosa completamente desproporcionada para la cantidad que pedíamos. Habíamos perdido un día. Se acercaba el sábado, y debíamos pagar a los trabajadores por encima de todo.
Por fin, hablamos con el abogado Merlini, que tenía una perilla muy simpática y era un hombre muy piadoso, muy bueno y un competente jurista. Él nos había ayudado en la compra de la casa y en muchas otras gestiones. Esta vez, dijo, por casualidad tengo un dinero que me ha dejado un cliente y del que puedo disponer durante un año. Nos lo prestó sin intereses, y dio para pagar dos semanas.
Después, el Señor hizo que pudiéramos ir arreglándonos a base de letras y de equilibrios. Era desnudar a un santo para vestir a otro: una locura, una fuente de sufrimientos. ¿Y cómo pagamos? Es un milagro. No se sabe cómo, pero pagábamos siempre.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.