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En la mañana del 30 de junio, se reúne, en el cuarto de estar de la casa de la Comisión Regional, con un grupo. Frente a la puerta de entrada, a la izquierda de la chimenea, está la vitrina llena de objetos entrañables: unos han sido regalo del Padre enviados desde Roma; otros van unidos a la historia de los primeros años de trabajo en Chile.
Les habla de vocación fiel, de amor, de alegría... De todo cuanto debe inundar la vida de quienes Dios ha llamado por su nombre en medio de las tareas del mundo... Como hizo con los primeros discípulos; como hará siempre, a lo largo del tiempo, porque la Iglesia no tiene fin.
«El Señor nos hará felices. Nos quiere felices en la tierra, a sus hijos en el Opus Dei. La alegría nos corresponde como un tesoro inherente a nuestra vocación».
Cuando termina este rato de charla, mira despacio a los que le rodean y les quiere llenar de ánimo apostólico para abrazar Chile desde la primera estribación de los Andes, hasta la Tierra de Fuego.
«¡Que no estemos conformes con ser tan pocos! ¡Que echéis las redes en nombre de Dios! Duc in altum! Mar adentro. Os mandaré un cáliz en el cual voy a poner: duc in altum! Y las redes deben llenarse de almas de Chile, de chilenos bien formados, fuertes como los Andes».
En otro momento habla del gozo en que se torna toda contrariedad si está apoyado en un sentido permanente de filiación divina:
«A Dios lo encontramos en nuestra vida diaria, en nuestros momentos de cada día aparentemente iguales, de hoy, de mañana y de ayer, de anteayer y de pasado mañana. Está en nuestra comida y en nuestra cena, en nuestra conversación y en nuestro llanto y en nuestra sonrisa. Está en todo. Dios es Padre».
Ana Sastre, Tiempo de caminar. Rialp, Madrid, 1990, 2ª ed.