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3 mayo 2025

San Josemaría hoy: 1970. ¡Sólo hay una raza: la raza de los hijos de Dios!

Un día de enero de 1969, en Roma, comentaban la labor de rehabilitación humana y de integración social que, poco a poco, se iba haciendo entre esas gentes de color del barrio de Harlem. A Josemaría Escrivá, que tantas veces había dicho a los suyos "caridad no es dar calderilla y ropa vieja... hay que dar cariño, hay que dar el corazón", le brillaron los ojos:
- Todos los hombres hemos sido hechos del mismo barro. Todos hablamos la misma lengua. Todos tenemos el mismo color... como hijos del mismo Padre. ¡Todos somos hijos de Dios! ¡Somos iguales!... Me da mucha alegría esa labor: Tratadles como a iguales, mirándoles a los ojos, de frente, no desde arriba... ¿Tienen menos cultura? ¡Pues vamos a darles cultura! Los más listos podrán hacer una carrera universitaria. A los menos listos, vamos a darles la instrucción necesaria para que lleven una vida digna...
Y, mirando a una numeraria auxiliar venezolana, mulata, que estaba cerca de él, en aquel rato de vida en familia, le dijo con cariñosa delicadeza:
- Tú, hija, reza para que vengan a la Obra gentes de todas las razas... ¡muchos!... ¡más morenitos que tú! Reza, reza... Los han tratado mal. ¡Tienen derecho a que se les trate maravillosamente! Y la mejor manera es tratarles como a iguales. ¡Somos iguales! ¡No podemos hacer ni la más pequeña diferencia!.
Esa misma idea, bien cuajada en su alma, la exponía en mayo de 1970, ante un grupo de estadounidenses, yendo sin zigzagueos a la almendra de la cuestión:
- Tengo una cosa dura que deciros: Comprendo el gran problema que tenéis con los negros en vuestro país. Si buscamos la raíz de este problema, encontraremos que las dos partes han sido y son culpables. Como resultado, hay un gran resentimiento hacia los blancos. Debéis estar dispuestos a pasar dos, tres años trabajando, sin esperar nada a cambio. Si sois constantes, podréis ganar su confianza: con cariño, con afecto (...) En México, hace más o menos doscientos años, había más negros que en Estados Unidos. Eso no provocó ningún problema. Si lo hubo, supieron superarlo en el transcurso de dos siglos, con amor divino y con amor humano, sin miedo a la mezcla de razas. Tenemos que convencernos de esta realidad, que no me cansaré de repetir: No hay muchas razas: caucásicos, negros, amarillos, marrones... ¡Sólo hay una raza: la raza de los hijos de Dios!

Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.