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El avión que había tomado el Padre en Madrid la mañana del miércoles, 22 de mayo de 1974, aterrizó en Río de Janeiro por la tarde. Parados los motores subieron al aparato varios miembros de la Obra. ¡Pax, baturro!, ¡te has salido con la tuya! Éste fue el primer saludo del Padre a Javier de Ayala, el Consiliario, que era aragonés.
Cumplidas las formalidades de desembarco, subieron a otro avión. Anochecía bruscamente. Después de una hora larga de vuelo llegaron a São Paulo. En el aeropuerto le esperaba un buen grupo de hijos suyos. Eran las nueve de la noche cuando el Padre entró en el oratorio de Sumaré, sede de la Comisión Regional, a saludar al Señor y depositar junto al Sagrario una camelia roja que una hija suya le había dado en el aeropuerto.
El día siguiente era la fiesta de la Ascensión. Por la mañana tuvo el Padre sus dos primeras tertulias con las de la Asesoría y con las de la Administración. De entrada propuso a sus hijas que el fruto que sacasen del mes de mayo fuese éste: A Jesús, por María con José.
Al mediodía el Padre había estado ya con tres grupos diversos de personas. Y a quienes trataban de protegerle de la fatiga del largo viaje del día anterior, medio en broma medio en serio les replicaba que no había ido al Brasil a descansar sino a trabajar. Si no me dais trabajo, me marcho, les decía. Se organizó enseguida otra tertulia, a las seis de la tarde, con los del Centro de Estudios, que vivían en una casa al lado de la Comisión. Empezó diciéndoles que su presencia allí era providencial, aunque también el Consiliario se había salido con la suya, después de varios años de rogar que el Padre se pasase por el Brasil:
¡Me ha traído! ¡Me ha traído! Y yo le estoy tan agradecido... Pero no has sido tú —le advertía—. Dios se ha servido de ti. Ha sido Dios el que me ha traído para que os vea, porque es una alegría inmensa ver vuestra mirada, vuestras caras, el afán de portaros bien, de luchar.
El Padre, que, como queda dicho, se había mostrado de ánimo desganado antes del viaje, en pocas horas dio un cambiazo. Primero reflexionó sobre la fascinante aventura en que se había metido. (Nada más salir del avión y pisar tierra brasileña se decía en voz baja: Necesito toda la fe humana para creer que estoy en el Brasil.
Después, a los primeros encuentros con sus hijas a la mañana siguiente de su llegada, el Padre era muy otro. Estaba totalmente repuesto y su corazón desbordaba de afecto y atenciones a sus hijas.
Y por la tarde, con sus hijos del Centro de Estudios, se le notaba plenamente rejuvenecido, en gustosa actividad, dispuesto a contarles sus primeras impresiones del Brasil:
Cuando veo todo lo que me rodea, cuando os veo a vosotros, me siento muy contento y doy muchas gracias a Dios. ¡Estoy descansando tanto entre vosotros!... Hace sólo unas horas que estoy en el Brasil, y ya estoy enamorado de este país.
El Padre les hablaba de vocación cristiana, de lucha ascética, de sinceridad. Y ellos le preguntaban como si le conocieran de toda la vida. Hasta de lo que iba a cenar se enteraron: verdura sin sal y sin aceite, una tortillita de un huevo, y después media fruta de postre.
Les dio la bendición. Les animó a que se multiplicasen por muchos. Y les confesó que el cuerpo le estaba pidiendo pelea. Tan era así que el viernes, 24 de mayo, reunido en tertulia con sus hijas en Casa Nova, sede de la Asesoría Regional, comenzó también hablándoles del Brasil, que es una maravilla, un continente. Efectivamente, las que allí estaban representaban muchas razas y países. Desde los rasgos japoneses de media docena de hijas suyas nissei, hasta la tez africana, pasando por nórdicas, orientales y latinas. La mayoría era la primera vez que veían al Padre. Le escuchaban embelesadas, pendientes de sus labios:
El Señor está contento de las hijas mías del Brasil. Pero quiere más. Se ha enamorado de vosotras y no se conforma con que le deis una partecita. ¡Quiere todo vuestro ser! Y de esta manera, Él prenderá el fuego del amor, y no sólo en el Brasil, sino lejos: desde el Brasil... En el Brasil y desde el Brasil. ¿Se entiende? [...]. Desde este continente habéis de ir a los otros. ¡Toda Asia! ¡Toda África! Que han venido aquí, contra su voluntad, tantos africanos. Yo le pido al Señor que nos traiga muchas africanas.
No había ido al Brasil con intención de enseñar sino de aprender, les repetía. Estaba, esos primeros días, con los ojos y el corazón abiertos de par en par, para que tuviese entrada libre en su pecho todo lo bueno que veía. Al tercer día de su estancia, sábado 25 de mayo por la mañana, se había reunido en el auditorio del Centro de Estudios un inmenso grupo de personas que colaboraban en los apostolados de la Obra. Llevo cuarenta y ocho horas y ya he aprendido mucho, les aseguraba. Había descubierto almas encendidas, gente que valía un tesoro delante de Dios, familias que recibían los hijos como un don del Cielo, sin cegar las fuentes de la vida:
¡El Brasil! Lo primero que he visto —les decía— es una madre grande, hermosa, fecunda, tierna, que abre los brazos a todos sin distinción de lenguas, de razas, de naciones, y a todos los llama hijos. ¡Gran cosa el Brasil! Después he visto que os tratáis de una manera fraterna, y me he emocionado.
Era feliz imaginando lo mucho que se podía hacer, y se haría, en el Brasil y desde el Brasil. Empezarían pegándole fuego al país. Como una hoguera de amor haría arder sus bosques. Un bosque en llamas es algo pavoroso, imponente, devastador. Pues así, con la ayuda de Dios, se extendería el Opus Dei por todo el Brasil y luego, desde esa plataforma maravillosa, saltaría el amor de Dios a otros continentes. Quitaremos el paganismo del mundo: sobre todo en el Brasil y desde el Brasil, insistía el Fundador. (A poco de llegar a Sumaré había escrito en el diario del Centro dos palabras: ut eatis |# 102|. Cuando alguien le preguntó por su significado, la respuesta del Padre fue breve: Os necesitan en Japón y en África. Por eso os he escrito ut eatis! |# 103|, para que vayáis).
Un día, de tertulia con sus hijos mayores en la sala de estar del Centro de la Comisión, alguien le pidió que les bendijera. Estaban de rodillas, esperando la bendición acostumbrada, cuando el Padre, henchido de celo, sintió dentro de sí la grandeza apostólica de la misión encomendada a sus hijos. Hizo sobre ellos el signo de la Cruz y, como un antiguo profeta y patriarca, pronunció, lentas y espaciadas, estas palabras:
Que os multipliquéis:
como las arenas de vuestras playas,
como los árboles de vuestras montañas,
como las flores de vuestros campos,
como los granos aromáticos de vuestro café. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Pero, como Fundador, no era el suyo solamente un espíritu patriarcal. ¿Sabéis que me habéis costado mucho vosotras, hijas mías? Más que los hombres. ¿Sabéis que alguna vez me habéis hecho llorar, cuando era joven? Esto les decía reunido con sus hijas mayores en Casa do Moinho, el 27 de mayo, después de consagrar allí un altar. Y les repetía, con la emoción intacta de quien narra por vez primera, lo que había dicho infinidad de veces: que no tenían Fundadora, que su Fundadora era la Virgen, que él había sido elegido por Dios para traerlas al mundo de la Iglesia con dolores de parto, según palabras de san Pablo, y que las quería con corazón de padre y de madre. Quizá creyeron entonces que el Padre iba a ensalzar la ternura de sentimientos de la mujer; pero no, cantaba su temple espiritual:
Me gusta mucho llamaros mujeres, porque el Señor a su Madre, desde la Cruz, la llama mujer. Una mujer tiene más valentía y más voluntad que un hombre. Y sois más tozudas. Una mujer tiene un corazón... ¿creéis que iba a decir más delicado y más fino que un hombre? No, no. Lo tenéis más duro. Tenéis un corazón muy grande, materno. Tenéis corazón de madre que ama la virtud de la Santa Pureza, y esta maternidad espiritual. Lo sé porque yo también tengo corazón de madre: me lo ha dado Nuestro Señor. Pero en el apostolado habéis de hacer todo lo que hacen los hombres y, además, habéis de hacer el apostolado de los apostolados, que es la Administración.
Si la Administración no funciona bien, se nos hunde todo. Para mí, lo capital en la Obra es la Administración.
VÁZQUEZ DE PRADA, Los caminos divinos de la tierra, t. III, p. 694.