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19 mayo 2025

San Josemaría hoy: 1946. La enfermedad de san Josemaría

Todos tenían la firme convicción de que don Álvaro no hubiese solicitado, en términos tan tajantes, la ida del Padre a Roma, de no ser absolutamente necesario. Su insistencia ante la Curia tenía ya muy escasa respuesta. Era claro que sus gestiones habían llegado a un punto muerto. No tanto por hallarse —como decía en la carta— desgastado sino porque se hacía preciso tomar decisiones de fondo en materias fundacionales que rebasaban su competencia. Hasta entonces, don Álvaro se orientaba por las respuestas del Fundador a las consultas que por escrito le hacía. Método que no podía mantenerse, por lo delicado de los asuntos y la dificultad de comunicarse. Otra era, sin embargo, la cuestión que preocupaba a los del Consejo: ¿estaba el Fundador en condiciones físicas de soportar la fatiga del viaje y los duros trabajos que le aguardaban en los rigores del verano? Todos ellos sabían que la diabetes diagnosticada en el otoño de 1944, cuando le reventó un ántrax en el cuello, iba de mal en peor. Según la opinión médica de Juan Jiménez Vargas, que seguía de cerca el curso de la enfermedad, «vivía por puro milagro».
No ignoraba don Josemaría que, en lo que se refería a la enfermedad, estaba más en manos de la Providencia que en las de los médicos. Conforme pasaban los meses, y avanzaba la enfermedad, era mayor la incertidumbre sobre su origen, como cuando le rondaban en Burgos aquellos extraños síntomas de tuberculosis y hemorragias de garganta. Nunca he estado en peor disposición física y moral, escribía a don Álvaro el 13 de junio de 1946. Y, ¿no recuerda esta situación lo que sentía en su retiro espiritual en el monasterio de Santo Domingo de Silos, en septiembre de 1938? Me veo —anotaba entonces—, no sólo incapaz de sacar la Obra adelante, sino incapaz de salvarme [...]. ¡No lo entiendo! ¿Vendrá la enfermedad que me purifique?.
Probablemente está aquí encerrado el sentido de la misteriosa frase de la carta que, semanas atrás, escribía a Roma, recordando la época de Burgos y buscando allí las raíces de un presentimiento: Algo me recuerda esta situación a aquélla, no sé por qué: sí sé por qué.
En vista del malestar que experimentaba, fue a consulta médica. El 19 de mayo de 1946 el Dr. R. Ciancas le hizo unos análisis, observando una fuerte glucosuria. Ese mismo día le examinó un prestigioso internista, el Dr. Rof Carballo, el cual confirmó la naturaleza de la diabetes y encargó que se le practicase una curva de glucemia.
Según el parecer unánime de los del Consejo, el viaje a Roma resultaba inevitable. Lo comunicaron al Padre, que se lo agradeció y les explicó que había visto claramente en la presencia de Dios la necesidad de ir a la Ciudad Eterna, cualquiera que hubiera sido la decisión tomada por ellos.
El lunes se proveyó de credenciales diplomáticas en la Nunciatura, y, para evitar imprevistos, fue de nuevo a ver al Dr. Rof Carballo, quien le desaconsejó el desplazamiento a Roma. Reservadamente, el Dr. Rof Carballo hizo saber a Ricardo Fernández Vallespín que, si a pesar de todo, el enfermo emprendía ese viaje, no respondía de su vida, por el grave peligro a que estaba expuesto.
No existía servicio aéreo con Italia y, hallándose cerrada la frontera francesa, la única posibilidad de ir a Roma era el servicio marítimo de Barcelona a Génova. José Orlandis acompañaría al Padre en este viaje. A primera hora de la tarde del miércoles, 19 de junio, salieron en coche de Madrid. El automóvil, un pequeño Lancia, lo conducía Miguel Chorniqué. Esa noche la pasaron en un hotel de Zaragoza.

Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. III). Rialp, Madrid, 2003.