-
Meditando durante el retiro hizo una lista de lo que denominaba sus pecados actuales: — Desorden. Gula. La vista. El sueño.
¿En qué consistía ese desorden? Según se lee en una nota redactada al final del retiro, titulada Acción inmediata, el remedio al desorden era abandonar toda actividad que no estuviera directamente encaminada al servicio de la Obra:
Debo dejar toda actuación —escribe—, aunque sea verdaderamente apostólica, que no vaya derechamente dirigida al cumplimiento de la Voluntad de Dios, que es la O. Propósito: He llegado a confesar semanalmente en siete sitios distintos. Dejaré esas confesiones, excepto los dos grupitos de muchachas universitarias.
No es difícil sacar la cuenta de los sitios donde confesaba regularmente, todas las semanas. A saber: asilo de Porta Coeli, Colegio del Arroyo, a los chicos de la Ventilla, en la Institución Teresiana de la calle Alameda, en la Academia Veritas de la calle de O'Donnell, a las niñas del Colegio de la Asunción y a los fieles de la iglesia de Santa Isabel. Todo ello sin mencionar los enfermos y moribundos de los hospitales. En Santa Isabel se metía a primera hora en el confesonario, temprano. Y todas las mañanas, en medio de una confesión o de la lectura del breviario, oía abrirse violentamente la puerta de la iglesia y, a continuación, un estrépito de ruidos metálicos, seguido de un portazo. Curioso por saber de qué se trataba, porque no veía la puerta desde el confesonario, se apostó un día a la entrada de la iglesia. Al abrirse ruidosamente la puerta se dio de cara con un lechero, cargado con sus cántaras de reparto. Le preguntó qué hacía.
— Yo, Padre, vengo cada mañana, abro [...] y le saludo: "Jesús, aquí está Juan el lechero".
El capellán se quedó cortado, y se pasó aquel día repitiendo su jaculatoria: — Señor, aquí está este desgraciado, que no te sabe amar como Juan el lechero.
En cuanto al pecado de gula, ¿qué entendía por tal don Josemaría? ¿Acaso se refería a que, para mejorar la comida y levantar el ánimo de los comensales, llevaba a casa, en raras ocasiones, algún postre? Mi gula andaba por medio, comenta, pues le gustaba el dulce. Pero, ¿qué podía decir del hambre que le impulsaba —son sus propias palabras— a comer demasiado pan, hasta el punto de creer que peco de gula comiendo pan, que además me engorda mucho y me sienta mal para la digestión?
Es evidente que, con sus insatisfechas exigencias de mortificación, su conciencia se encontraba allende las fronteras de la gula y del hambre. En esos días de retiro escribió una nota a su confesor, en la que se lee: Me pide el Señor indudablemente, Padre, que arrecie en la penitencia. Cuando le soy fiel en este punto, parece que la Obra toma nuevos impulsos. Resultaba así que el vigor apostólico de la Obra se rehacía a costa de las penitencias redobladas del Fundador.
Su capacidad de trabajo, y sus ansias de trabajar, le llevaban al agotamiento. Y, contra las delicias del sueño, que le reclamaba de madrugada, se servía de estratagemas:
Me encuentro tan inclinado a la pereza —anotaba para conocimiento de su confesor—, que, en lugar de moverme a levantarme a mi hora por la mañana el deseo de agradar a Jesús, —no se ría— he de engañarme, diciendo: "después te acostarás un ratito durante el día". Y, cuando antes de las seis camino hacia Santa Isabel, bastantes veces me burlo de ese peso muerto que llevo y le digo: "borrico mío, te fastidias: hasta la noche, no vuelves a acostarte".
En fin, por lo que se refiere a la vista, su audaz y titánico propósito de No mirar, ¡nunca! estaba, indudablemente, resguardado por una exigente finura de conciencia, que imponía continuas renuncias a sus sentidos.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002.