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Monseñor Escrivá está en Madrid en abril de 1970 y se aloja en la casa de Diego de León. Una mañana, pasa al comedor para acompañar a sus hijos durante el desayuno. Se fija entonces en algunos detalles de la decoración de esa estancia. La lámpara, lo recuerda muy bien, se compró a principios de los años cuarenta, "procedía de un billar y, como es toda de bronce y muy pesada, cada vez que mi madre la veía, le daba miedo que se nos pudiera caer encima". Después repara en que han colocado unas pequeñas peanas de madera dorada bajo un juego de reloj y candelabros de guarnición, que están sobre la chimenea. El mismo lo había sugerido, en un viaje anterior.
- Os ha quedado muy bien. Así lucen más. En la vida civil, también los hombres necesitan cierto pedestal, para que se vean mejor sus valores. En cambio, lo mío ha sido siempre ocultarme y desaparecer... "Conviene que él crezca y yo mengue". ¡Y aún así...!
Este voluntario eclipsamiento, tan opuesto a la tendencia natural de cualquier trayectoria humana, que busca despuntar, sobresalir, ganar relieves de prestigio y notoriedad social, Escrivá de Balaguer lo pretende desde siempre: Hay ya una carta suya, en los primeros años treinta, en la que declara a su confesor: "cada vez veo más claro que lo mío es ocultarme y desaparecer".
Cuarenta y cinco años después lo expresará con idénticas palabras, en las vísperas del 28 de marzo de 1975, fecha de sus "bodas de oro" sacerdotales: "Deseo pasar este jubileo de acuerdo con la norma ordinaria de mi conducta de siempre: ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca".
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.