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5 marzo 2025

San Josemaría hoy: 1955. Habla de la muerte

"El mejor sitio para vivir y el mejor sitio para morir". Escrivá sufre y llora, con el dolor, con la enfermedad y con la muerte de sus hijos, aunque siendo tantos miles y miles esparcidos por el mundo entero, parezca humanamente imposible tener un corazón tan dilatado. Pero así es. Reza por ellos. Alienta con unas letras afectuosas a los que están fuera, lejos. Visita y acompaña a los que tiene más cerca. Se preocupa por su atención médica. Advierte que les preparen con especial esmero las comidas, averigua qué les gusta más o qué plato "de capricho" les hacía su madre...
No es inusual que, cuando algún hijo suyo está enfermo, vaya con Álvaro a su dormitorio a mantener con él una conversación animada, a gastarle bromas, a distraerle por un momento de las molestias físicas, o a levantarle el humor contándole un chiste divertido, cantando, o incluso bailando...
En febrero de 1950, es Álvaro del Portillo quien está en cama, con molestias hepáticas y fuertes dolores de apendicitis. El doctor Faelli ha indicado que le operen urgentemente.
Escrivá intenta darle ánimos, narrándole anécdotas amenas. Pero, viendo que ese hijo suyo está destrozado de dolor, sin pensarlo dos veces, se arranca improvisando una especie de baile muy simpático. Álvaro, y otro que está en ese momento en la habitación, ríen divertidos. Es lo que el Padre quería conseguir:
- Tenía que hacer lo que estuviera en mi mano, para aliviarle. Como espiritualmente llevaba todo con mucho sentido sobrenatural, pensé que al Señor le agradaría si le ayudaba a que se olvidase del dolor... Bailé. Y me hubiera puesto a cuatro patas. Lo que sea, hubiera hecho, movido por esa realidad estupenda de que jamás estamos solos: ni Dios ni nuestros hermanos nos dejan.
Una mañana de diciembre de 1955, Escrivá llega de la calle. Viene de rezar junto a la capilla ardiente de Ignacio Salord, un joven alumno del Colegio Romano. Se detiene un momento con las que atienden la cabina de la centralilla telefónica. Ellas observan sus ojos enrojecidos y empañados de lágrimas:
- Ha muerto como ha vivido. Era médico y se daba perfecta cuenta de que se moría. Quiso hacer confesión general de toda su vida. Digo yo que ¿qué falta le hacía?...,
¡Pero la hizo!

Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.