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Saliendo del pueblo Albano, camino de Ariccia, a mano izquierda y junto a un muro, un día de marzo de 1964 descubre una pequeña imagen de la Virgen. Al pasar por delante se fija en el breve rótulo en latín que acompaña a la imagen y lo lee en voz alta: Cor meum vigilat. Lo repite varias veces, como si paladeara una dedada de miel. Ese "mi corazón vigila" le conmueve y le emociona. Poco después, les dirá a las que viven en Villa delle Rose:
- "Mi corazón está despierto". Así tenemos que estar nosotros: con el corazón vigilante. ¡No tenemos derecho a dormirnos! Como una madre, como un centinela alerta en la noche, hemos de vigilar, por amor... El amor no duerme... Y cuando se ama de veras, también durmiendo se vigila.
Luego orienta la conversación hacia el desvelo fraternal que lleva a todos en la Obra -desde el más veterano hasta el último recién llegado- a sentirse y a actuar como buenos pastores de los demás. Predica lo que vive:
- Hay que rezar y ayudar, poniendo todos los medios, a quienes atraviesan un bache, una dificultad... Y si alguna hermana vuestra afloja en la lucha o vacila en su vocación, debéis agotar todos los recursos -respetando a la vez su libertad- por sacarla adelante. Si yo me quisiera tirar por la ventana, ¿me dejaríais? No, ¿verdad?...
Aquí hace una pausa. Abate los brazos a ambos lados de su cuerpo. Todo él es una vertical en pie firme. Con voz grave, con cadencia lenta, rigurosa, como si las palabras cayeran a plomada, agrega:
- Yo no excuso de pecado... incluso, en ocasiones, de pecado grave, a quienes han convivido con alguien que ha perdido o ha tirado su vocación, si no le han proporcionado todos los medios para ayudarle.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.