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En una pensión de la calle de Santa Clara, el Padre vuelve a encontrarse con José María Albareda, a quien le han encomendado funciones asesoras en la Dirección General de Enseñanza Media. A finales de enero se les une Francisco y a comienzos de marzo Pedro.
El 29 de marzo se instalan los cuatro en el Hotel Sabadell; ocupan una habitación grande, que dividen en tres partes: la sala, donde dormirán Pedro, Francisco y José María; la alcoba -separada por una cortina de la sala-, donde dormirá el Padre; y el mirador, que hará de sala de visitas.
La modesta "suite" pronto se convierte en un centro muy animado. El Padre recibe allí infinidad de personas que van a hablar con él o a confesarse. Su actividad es tan intensa como siempre, sin hacer caso de una faringitis aguda que le ha atacado nada más llegar a Burgos.
Un día, observa que escupe sangre. Piensa que tal vez esté tuberculoso y decide consultar a un médico, pues, en caso de estarlo, tendría que aislarse, para no contagiar a sus hijos. Afortunadamente, después de bastantes días de padecer ese mal, sin que los médicos sepan diagnosticar el motivo ni la enfermedad, desaparece. Verdaderamente el Padre es como la sombra de sí mismo tras tantos padecimientos. Al gran agotamiento físico, se une el esfuerzo durísimo del paso de los Pirineos. Sin olvidar los ayunos que ha empezado a imponerse de nuevo...
Cuando Pedro y Francisco vuelven al Hotel, después de su jornada de trabajo, el Padre les ayuda con un ambiente de familia entrañable, y todos recuerdan a los que están dispersos.
Tienen muy poco dinero, incluso contando con lo que gana José María Albareda. Por eso, se privan hasta de lo necesario. Además, don Josemaría ha resuelto poner en práctica, precisamente en esos momentos, una decisión heroica que había tomado en 1930: no percibir ningún estipendio –ni él, ni los futuros sacerdotes de la Obra- por la predicación, la Misa y los demás servicios religiosos. Lo cual supone una gran limitación, sobre todo en sus circunstancias. Es duro, muy duro, sí, pero don Josemaría repite una y otra vez, con convicción; unas palabras del salmista: "Arroja en el seno del Señor tus ansiedades y Él te sustentará" (Ps. LIV, 23).
Tal carencia de medios materiales no le impide buscar las direcciones de todos los estudiantes que había conocido antes de la guerra, con objeto de ir a verlos en cuanto le sea posible.
Y pone en práctica sus proyectos.
Un día, viaja hasta Córdoba en condiciones dificilísimas, pues las líneas férreas con Andalucía están cortadas y hay que dar mil rodeos. Cuando quiere regresar a Burgos, no le quedan más que unas cuantas monedas, que deposita en la ventanilla de la estación:
-Con esto, ¿hasta dónde puedo ir? -pregunta.
El empleado menciona el nombre de un pueblo próximo a Salamanca.
-Pues vamos para allá; después, Dios proveerá.
Y se queda sin nada para comer.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002.