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Así fueron pasando los días hasta el 24 de diciembre. Paco y yo estábamos de guardia, y de pronto, nos llamaron a grandes voces diciéndonos que bajáramos al portón de entrada: allí́ nos encontramos con el Padre, que se había presentado sin previo aviso en el cuartel. Venía vestido con sotana y dulleta, y llevaba el sombrero -la teja- que usaban habitualmente los sacerdotes en aquella época. En San Sebastián las teresianas le habían proporcionado calzado y un poco de ropa; y el Obispo de Pamplona, don Marcelino Olaechea, le había hospedado en el Palacio Episcopal y le había proporcionado una sotana. La teja había pertenecido al propio obispo, que le había quitado los signos episcopales -el cordón y las borlas verdes- para que el Padre la pudiera usar.
Por la noche, poco antes de las doce, el Padre se presentó de nuevo en el cuartel. Paco lo recordaba perfectamente: mientras él estaba de guardia en los puestos -depósitos de municiones-, se presentó el Padre acompañado de José́ María Albareda, que había llegado por la tarde a Pamplona. Les dejaron llegar hasta aquel lugar por la gran consideración y confianza que se tenía en aquella época hacia los clérigos. "Allí -cuenta Paco- estuvieron un rato con Pedro y conmigo. Traían turrones, que compartimos con el Padre, y celebramos así la Nochebuena. José́ María había conseguido algo de dinero, y se pudieron comprar cosas de comer. Estos detalles de cariño, de vida de familia, en las circunstancias tan extraordinarias que vivíamos, se me clavaron en el corazón: me hacían sentir muy feliz y la entrega al Señor se hacía gozosa".
Al día siguiente, las obligaciones militares nos permitieron pasar el día de Navidad junto con el Padre y con José́ María. Fue un día especialmente entrañable. Después de comer, estuvimos con el Padre en las habitaciones que ocupaba en el Palacio Episcopal, y Paco y yo le fuimos comentando diversas peripecias de nuestra vida en el Cuartel. Entonces nos dijo que, en aquellas circunstancias, podíamos hacer la oración mientras estábamos de guardia; y nos recordó́ que podíamos y debíamos convertir todos aquellos trabajos cuarteleros en oración y en ocasión de apostolado. Nos indicó también que debíamos ser muy humanos para ser muy divinos.
A partir de entonces, durante la primera semana de enero, a la hora en que nos daban permiso de salida en el cuartel, el Padre se acercaba muchas tardes para vernos. Así se hizo amigo de un cabo, que se llamaba Garmendia, con el que se entretenía hablando y al que le llevaba siempre que podía un cigarro puro, de los que don Marcelino obsequiaba a sus invitados. Es un buen marido y un buen padre de familia, nos comentó. Me da pena que la guerra tenga a tantos hombres como éste alejados de los suyos.
El Padre nos comunicó que iba a fijar su residencia en Burgos.
PEDRO CASCIARO