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Don Josemaría Escrivá está celebrando misa en un altar lateral de la cripta de la basílica, a pocos metros de la gruta en que, unos ochenta años antes, la Inmaculada se había aparecido a una muchachita de catorce años. Allí renueva las intenciones de las misas que ha celebrado durante los meses precedentes, en condiciones difíciles o dramáticas: la Iglesia, el Papa, la paz para España y para el mundo, la expansión de la Obra... Hace unas horas que se encuentra en tierra francesa, a unos cientos de kilómetros de París, donde sigue pensando en establecer un Centro del Opus Dei en cuanto sea posible.
El día es frío. Las cumbres de los Pirineos están cubiertas de nieve. Copiosas nevadas han impedido que pasaran antes la frontera. Por fin, un automóvil que José́ María Albareda había obtenido por mediación de su hermano, telefoneándolo a San Juan de Luz, había llevado al Padre y a sus compañeros a Saint Gaudens, donde habían pasado la noche.
Unas horas después de celebrar y oír la Santa Misa, siguen viaje a España y entran en la zona nacional. Inmediatamente, don Josemaría telefonea a los obispos de Vitoria y de Pamplona, que son amigos suyos.
En San Sebastián, Juan, Francisco y Pedro se presentan a las autoridades militares, que destinan al primero al frente de Teruel y a los otros dos a Pamplona. El Padre se queda solo.
FRANÇOIS GONDRAND