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El profesor Edgardo Giovannini, Rector de la Universidad de Friburgo, que escribe en 1975:
«Dos veces tuve la gran fortuna de ver a Mons. Escrivá de Balaguer en audiencia privada. La primera vez, el 4 de noviembre de 1968 (...).
En la gratísima conversación me habló con gran amor de Jesús, de la Iglesia, del culto personal al Espíritu Santo; me recomendó con apasionada insistencia la fidelidad al plan de vida de los miembros del Opus Dei, la práctica de la humildad, un gran amor a mi esposa y mis hijos. Me dio una catequesis personal con la misma ternura con que Jesús cuida individualmente de cada una de las almas que ha salvado con su Sangre.
Llegado el momento en que se debía poner fin a la entrevista (...), me bendijo, bendijo a mi familia, a la Universidad de Friburgo, me entregó un recuerdo (...) y, después, con un gesto de ternura varonil, me dio dos besos en la frente. Ya en la puerta, me dijo: "Ruega por mí que soy un pobre pecador, pero un pecador enamorado de Jesucristo..
Al salir me encontré en una calle, en aquella hora, desierta, (...) y me encaminé hacia el Tíber y el Vaticano (...). Tal era mi estado de emoción, que las lágrimas me caían cálidas y abundantes...
Y Monseñor Francesco Ángelicchio, desde Italia:
«La presencia del Fundador de la Obra, su proximidad física ha sido siempre, para mí, fuente de alegría indecible. Ver al Padre o tener la posibilidad de encontrarlo al cabo de poco tiempo era motivo de que se tranquilizara cualquier ansiedad o preocupación, como si su presencia, su palabra o un gesto suyo de afecto bastasen por sí solos para resolver cualquier problema... ».
Y en 1978, el entonces Arzobispo de Boston, Cardenal Humberto Medeiros:
«Era tan extraordinariamente directo, tan humilde y sencillo, tan cálido y cordial (...) que tuve la sensación de que lo había conocido siempre y de que yo también podía llamarlo "Padre", como hacían ya entonces más de 60.000 hombres y mujeres del Opus Dei (...).
Tenía setenta años de edad en el momento de nuestro primer y, lamentablemente, único encuentro pero su juvenil vitalidad era pasmosa. Pude reconocer a una persona muy cercana a Dios, una verdadera roca de fe. "Eso es lo que necesitamos", recuerdo que me dije después de dejarlo, "un hombre de oración, un hombre que confiesa regocijada y desvergonzadamente su gran devoción a Nuestra Señora y su amor por la Iglesia y el Santo Padre" ».
Y Michael Curtin, desde Chicago, que escribe su testimonio en 1978:
«En el curso de estos años, muchos hombres jóvenes me han preguntado cómo puedo estar seguro de la existencia de Dios. Yo siempre les contesto con los motivos de la fe de la Iglesia y los argumentos de la Apologética. Pero la certeza más profunda me llega de haber experimentado directamente el amor divino en un ser humano: el Padre».
Y Joan Cassidy, de Irlanda, que escribe en 1979:
«Cuando conocí al Padre por primera vez, me sorprendieron la cordialidad, el afecto y la alegría que desbordaba (...). ¡Qué gozo, encontrar a alguien, evidentemente enamorado de Dios y con tan buen humor!... ».
Y Cesare Cavalleri, periodista, que afirma en 1976:
«Se estaba muy bien con él; se pasaba de la risa más cordial al pensamiento más espiritual. Pienso en aquella capacidad suya de recordar la fisonomía, el gesto, el pensamiento de la gente que tenía cerca (yo era uno de tantos: pero ya desde la segunda vez que le vi, y siempre con otras personas, me he sentido reconocido) ».
Por eso, en los últimos años de su vida, cuando el Cielo quiere regalarle una visión panorámica del fruto de sus afanes divinos en la tierra, puede bendecir, en Europa y en América, a multitudes de hijos que acuden a la sencillez de su palabra, a la claridad valiente de su doctrina, a la fidelidad intacta para las enseñanzas del Papa y de la Iglesia.
Por eso también, en una tarde brasileña, antes de salir camino de Buenos Aires, el 25 de mayo de 1974, sus hijos americanos le entregarán una placa de plata. En ella va grabada su bendición impartida días antes, por la desbordante alegría de su corazón y el deseo de que se multiplique su afán de almas para Dios:
«Como las arenas de vuestras playas, como los árboles de vuestros bosques inmensos, como las flores de vuestros jardines, como los aromas que se perciben en el ambiente de este Brasil maravilloso, como los luceros que brillan en la noche...
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo».
Ana Sastre, Tiempo de caminar. Rialp, Madrid, 1990, 2ª ed.