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En la mañana del 22 de noviembre se levantan todos al amanecer, como habían convenido, con la intención de preparar y asistir a la Santa Misa. El Padre sigue profundamente afectado. Abatido. Nadie sabe qué decirle. En medio del silencio sale del horno en que han pasado la noche y camina hacia la desvalijada iglesia. Seguramente va a rezar, a empezar su oración de cada día.
Rialp amanece por entre los pinos, con el frío húmedo de esta mañana otoñal. En la antigua iglesia, que tuvo fervor de pastores y campesinos, el Fundador espera una luz que reafirme su decisión de cruzar la frontera en busca de la libertad que necesita para continuar realizando el Opus Dei. Desde sus tiempos de seminarista de Zaragoza, le gusta invocar a la Virgen con un piropo que recoge la Letanía Lauretana: “Rosa Mystica”. Una rosa, la flor reina. Y mientras reza ve una rosa de madera estofada, tal vez desprendida de un altar antiguo. Intacta. A salvo de la inclemencia que ha destrozado cuanto le rodea. La toma en sus manos, y una paz infinita invade su corazón. Se deslíen las dudas amargas que le han asaltado desde hace muchos meses, y el sol, como un presagio de certeza, rompe la mañana y asoma por entre los bosques del Pirineo.
Le ven volver. Es un hombre distinto al que ha salido. Su rostro está radiante. Tiene una mirada que infunde, de nuevo, alegría y seguridad. Trae la rosa de madera apretada en las manos. Como un símbolo de amor. La rosa aparecerá muchas veces junto al sello de la Obra. Para perdurar el gesto con que la Reina del Cielo hizo saber al Fundador cuál era, en un momento arduo, su auténtico camino.
Inmediatamente después celebrará la Santa Misa. Luego, emprenderán con nuevo vigor la ruta que les ha de llevar cada vez más cerca de su destino.
Pere les conduce a través de la maleza para abordar una cabaña, en medio del bosque, al norte de Vilaró. Habrán de arreglarse con los víveres que este hombre les trae diariamente. El día 22 de noviembre, Manolo y Tomás, los últimos que faltaban por llegar, se incorporan a la expedición. Una vez todos reunidos, ponen un nombre al refugio: Cabaña de San Rafael, en memoria del Arcángel viajero. Y organizan allí la convivencia. No sobra un minuto. Diariamente el Padre les dirige la meditación, celebra Misa en un altar al aire libre levantado con piedras y troncos de pino. Mantienen en orden perfecto la cabaña, se parte leña, se preparan charlas culturales, se dibuja.
Todo contribuye a crear el clima de tranquilidad necesario para esperar cinco largos días hasta que puedan seguir adelante. Y lo harán sin apatías, impaciencias ni cansancios. Es más, el silencio del bosque va a influir en su ánimo con una paz ancha y honda que necesitan después de las zozobras de los últimos meses; que necesitarán en las próximas jornadas para superar las durísimas pruebas que se avecinan.
Al Padre se le presenta la oportunidad de llevar la esperanza a otros que están aislados y escondidos. El arcipreste de Pons está refugiado en el feudo de Vilaró y se acerca un día a la cabaña a ver al Padre. Desde ese momento no pierde ocasión de hablar con él. Para este hombre, el encuentro ha sido media vida. En otro escondrijo, a media hora de camino, hay dos sacerdotes más, emboscados desde el principio de la guerra: se trata del párroco de Peramola y un hermano. El Padre acude a verlos, pasa horas con ellos. Pero no solamente departe con los que están refugiados en los montes: desde el primer día establece contacto amistoso con quienes les ayudan en la travesía. Son hombres poco comunicativos. Acostumbrados a la dureza de su condición. Sin embargo, rompen su mutismo para simpatizar con este sacerdote.
Ana Sastre, Tiempo de caminar. Rialp, Madrid, 1990, 2ª ed.