-
A la muerte de Pio XII, el 9 de octubre de 1958, Escrivá vive en su alma el luto por la sede vacante. Reza y hace rezar por el cónclave que ha de alumbrar un nuevo Papa. Habla con sus hijos:
-Sabéis, hijos míos, el amor que tenemos al Papa (...), quienquiera que sea. A éste que va a venir ya le queremos. Estamos decididos a servirle con toda el alma ex toto corde tuo, ex tota anima tua... Y a este Pontífice le vamos a amar así.
No lo conoce. No sabe quién podrá ser, en las largas quinielas de "papables" que publican los periódicos, el nuevo sucesor de Pedro. Pero ya se dispone a recibir la noticia de su designación con el corazón franqueado. Durante los días del duelo oficial en la Iglesia y después, en las cuatro intensas jornadas de expectación, mientras acontece el cónclave, les insiste:
-Rezad, ofreced al Señor hasta vuestros momentos de diversión. Hasta eso lo ofrecemos por el Papa que viene, para dar a conocer la eternidad de la Iglesia, como hemos ofrecido la Misa todos estos días, como hemos ofrecido...hasta la respiración.
Y en otro momento, también en esos días, como queriendo sentar costumbre en la Obra de ese aliento de amor al Papa:
-Cuando vosotros seáis viejos, y yo haya rendido cuenta a Dios, diréis a vuestros hermanos cómo el Padre quería al Papa con toda su alma, con todas sus fuerzas....
Pasadas las cinco de la tarde del 28 de octubre, Escrivá ante el televisor, ve con desconcierto que por la chimenea de la Capilla Sixtina esta vez no sale humo negro sino una rara humareda gris. Pocos instantes después, en el cielo romano se recorta la silueta ondulante de la fumata bianca. Inmediatamente, Escrivá se arrodilla en el suelo y muy recogido, con grave intensidad, reza "Oremus pro Beatissimo Papa nostro... Que el Señor le conserve, y le dé vida y le haga feliz en la tierra y no permita que su alma caiga en manos de sus enemigos".
Todavía el Cardenal Camarlengo, Canali, no ha anunciado la identidad del nuevo Pontífice, y Escrivá ya ha llamado por los telefonillos interiores de Villa Tevere a sus hijas y a sus hijos dando la noticia con alborozo de alegría: Habemus Papam!. Enseguida, indica que al día siguiente se celebre el suceso "como gran fiesta" en toda la casa.
El cardenal Ángelo Giuseppe Roncalli, que reinará con el nombre de Juan XXIII, había conocido el Opus Dei de un modo directo: en 1954 estuvo en dos Centros de la Obra: La Estila, en Santiago de Compostela y Miraflores, en Zaragoza.
Su pontificado se vuelca de lleno en la arriesgada empresa de convocar y poner en marcha el Concilio Vaticano II, sin falsilla de experiencia en que apoyarse, porque el último concilio de carácter ecuménico se había celebrado noventa años antes. No vivía nadie, pues, para contarlo.
Juan XXIII desea que Escrivá de Balaguer participe en los trabajos del Concilio. Pero comprende que el presidente general del Opus Dei no puede, no debe, desatender el gobierno de la Obra durante los años, no se sabe cuántos, que vaya a durar tal asamblea. En cambio, le encomienda diversas tareas a Álvaro del Portillo, tanto en la fase previa como en la estrictamente conciliar: Consultor de la Sagrada Congregación del Concilio; calificador y juez de la Suprema Congregación del Santo Oficio; presidente de la Comisión Antepreparatoria para el Laicado; miembro de otras cuatro comisiones y perito conciliar. Después, en los años de desarrollo del Vaticano II (1962-1965), será secretario de la Comisión sobre la Disciplina del Clero y del Pueblo Cristiano, y consultor de varias comisiones: la de Obispos, la de Religiosos, la de la Doctrina de la Fe, la de Revisión del Código de Derecho Canónico, etc.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.