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Josemaría Escrivá pensó una vez en su propio epitafio. Pero le importaba mucho menos etiquetarse cara a la Historia que identificarse ante la eternidad. Por ello, no buscó la "tarjeta de visita" con que debían conocerle los hombres: eligió, más descarnada y más sincera, la "tarjeta" con que se sentía conocido por Dios.
4 de octubre de 1957. En esa fecha, por ser la fiesta de San Francisco de Asís, Escrivá suele meditar profundamente en la virtud de la pobreza. La encara y la abraza como a una buena compañera de camino para andar "ligero de equipaje", sin poseer nada como propio, vaciado de caprichos y dispuesto a carecer hasta de lo necesario. Sin duda, con "alma de pobre" bucea en la menesterosidad de su propio "yo". Y, poniendo a un lado todo lo que es don y todo lo que es gracia recibida, llega a verse en su más desvalida desnudez: "un pobre pecador... que ama con locura a Jesucristo".
Ese mismo día, hablando con el arquitecto Jesús Gazapo, que vive y trabaja en Villa Tevere, mientras estudian varias soluciones para la sottocripta que hay bajo el oratorio de Santa María de la Paz, Escrivá comenta algo acerca de su futura tumba, que estará en ese lugar. De pronto, sin rodeos, sin adoptar un tono de especial gravedad, de modo natural, le indica que tome nota de un pequeño texto que va a dictarle, "para cuando me enterréis". Antes le advierte: "pero, llegado ese momento, debéis obrar con entera libertad".
Se trata de su epitafio. Tras el nombre y los apellidos, una sola palabra, como único título: pecator. Y, a renglón seguido, una súplica: orate pro eo, rogad por él. Eso es todo.
Al ver la expresión entre sorprendida y pesarosa de Gazapo, agrega sonriendo:
- Si queréis, podéis añadir estas otras palabras: genuit filios et filias.
Y ahí concluye la escena. No se vuelve a hablar del asunto. Pero cuando suceda la muerte de Escrivá, Álvaro del Portillo -contrariando de forma excepcional esa voluntad del Fundador sobre su ultimidad terrena- decidirá no seguir la indicación. No ya por cariño y por piedad filial, sino por justicia, le repugna inscribir el adjetivo "pecador" en la lápida sepulcral bajo la cual ha de reposar el cuerpo de un hombre santo.
Además, la expresión "engendró hijos e hijas", aun cargada de resonancias patriarcales, y apuntando en médula a su dilatada fecundidad espiritual, no es suficiente. No abarca de manera cabal la envergadura de lo paternal que, en Escrivá de Balaguer, va mucho más allá de la mera generación: cubre los cuidados de una auténtica crianza, las atenciones de la educación, los desvelos de la formación, los innumerables detalles de fortaleza, de ternura y de cariño personalizado que un padre tiene con cada uno de sus hijos... Y, precisamente porque todo este quehacer ha sido siempre una constante vital en Josemaría Escrivá, Del
Portillo "interpretando el deseo de todas y de todos" mandará poner, sobre la piedra de mármol verde oscuro que cubre la sepultura, dos sencillas palabras que describen del modo más exacto y más entrañable "quién fue el hombre que yace ahí": El Padre.
Ése será el epitafio. No cabe, con menos literatura, una elocuencia más emocionante. El Padre. Así le llamaban con voz espontánea. Y así se le recordará por siempre.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.