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El 25 de octubre, cuando Juan se presentó de improviso en Valencia, se llevó una sorpresa mayúscula. No sabía nada de la condena de Pedro, a quien faltaba una semana para verse libre. Fue con Paco Botella a visitar al recluso. Allí, sobre la marcha, y por su cuenta y riesgo, decidieron salir hacia Barcelona el mismo día en que pusieran en libertad a Pedro y que Juan se fuese, entre tanto, a Daimiel. En este pueblo de la Mancha estaba escondido Miguel, también de la Obra y hermano de Lola Fisac, como queda dicho. Llevaba más de un año oculto en el desván de casa de sus padres, de modo que la operación de su rescate presentaba algunos riesgos, por carecer de documentación y por falta de ejercicio físico durante los meses de encierro. Lo primero tuvo más fácil remedio, pues se le extendió un permiso con los impresos sellados de la Dirección General de la Remonta que Pedro guardaba en su casa.
El 27 de octubre fue Juan a Daimiel y el 30 estaba de vuelta en Valencia con Miguel, que venía pálido como un cadáver. El 31, a las nueve de la mañana, pusieron en libertad a Pedro, no sin una fuerte admonición del Comandante, que le amenazó con un castigo ejemplar en caso de reincidencia. Pedro, con visible compunción, le aseguraba que aquello no se repetiría |# 131|. (Probablemente pensaba no repetir su estancia en el calabozo, porque la deserción estaba fija ya en su voluntad desde su regreso de Barcelona).
El día 2 de noviembre, a las ocho de la mañana, cuando el Padre estaba acabando la misa, se presentaron los cuatro de Valencia en la pensión de doña Rafaela. Luego explicaron sus aventuras y deserciones, y la crecida del río Ebro, que se desbordó en Amposta. La inundación les obligó a pasar allí la noche, teniendo que ir a la mañana siguiente a tomar el enlace ferroviario en la otra ribera. Para evitar sospechas se distribuyó a los nuevos huéspedes; tres de ellos fueron a vivir a una casa de la calle República Argentina que les buscó la viuda de Montagut.
Como aconsejaba "Mateo el lechero", no cabía otra solución sino esperar condiciones más favorables. Para complicar y empeorar las cosas, en la última semana de octubre se habían salido de madre los ríos de Cataluña, provocando inundaciones por todas partes. El Padre, en una tarjeta del 30 de octubre, se lo decía muy pacientemente a Isidoro: Mi estimado amigo: — Dos letras de saludo, y decirles que, con las lluvias, he retrasado mi viaje cuatro o seis días.
Para alargarlo aún más, el 31 de octubre se produjo el traslado del Gobierno republicano, de Valencia a Barcelona, recrudeciéndose el dispositivo policial por el incremento de la influencia comunista. No era infrecuente ver en la prensa notas como la de La Vanguardia del 31 de octubre: «El orden público: Los indocumentados. Por indocumentados han sido detenidos por la Policía unos ochenta individuos que se encontraban en varios cafés, frontones, cabarets, y otros lugares de esparcimiento». Lo más próximo a la indocumentación eran los permisos militares caducados de que venían provistos los valencianos, gracias a los buenos oficios de Pedro; aunque éste, naturalmente, no pudo prever que la estancia en Barcelona hubiera de prolongarse tanto. El siguiente escalón eran los salvoconductos con plazos vencidos. Éste era el caso de los de Madrid, que tampoco se imaginaban que iban a pasar allí un mes de espera.
No hubo, por tanto, más remedio que esmerarse en borrar fechas, sustituyéndolas por otras de mayor actualidad. En esta operación fue inestimable la cooperación de un tío de Tomás Alvira, que trabajaba en la administración de un hospital y tenía allí oficina propia. Con una buena disolución de tinta, y con una máquina de escribir del mismo tipo de letra, hicieron los arreglos. Algunos documentos, como el salvoconducto del Padre y el de Tomás, tuvieron fácil enmienda, pues su validez era por treinta días a partir del 5 de octubre. Bastó poner un 2 delante del 5 para prorrogar su validez hasta el 25 de noviembre. Los permisos militares, en cambio, solían darse por muy pocos días, especificando fechas. De suerte que a mediados de noviembre los papeles habían sufrido más de una raspadura. Es obvio advertir que no todos esos documentos hubiesen pasado una exigente inspección de la policía. El Padre, cuando las cosas parecían no tener arreglo humano, recurría indefectiblemente a los Ángeles Custodios y enseñaba a los suyos a hacerlo así. Como dice Juan, alguna de aquellas intervenciones fue más que «espectacular».
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002.