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Escrivá quiere a la Virgen como un buen hijo quiere a una buena madre. Acude a Ella en todo y para todo. La trata con confianza y cercanía, cierto de que Ella está viva y glorificada ya en los Cielos.
Una vez, Helena Serrano le cuenta:
- El otro día, visitamos Santa Práxedes. Vimos allí un relicario que, según indica un rótulo, contiene "tierra del sepulcro de la Virgen". A mí me extrañó, Padre, porque nunca se me había ocurrido pensar que a la Virgen la hubieran enterrado...
- ¿Y por qué no? ¿Murió el Hijo? Murió... Por tanto, no repugna a la razón que también muriera la Madre... Aunque yo, soy un hijo... bueno: hijo suyo lo soy... pero, soy su Hijo, con todo el poder de Dios, y ¡por supuesto, le evito ese mal rato!
Escrivá en ningún momento quiere ser imitado por sus hijos. Incontables veces les dice que él no es modelo de nada, que el único modelo, el único arquetipo, es Jesucristo. Pero hace una salvedad: "si en algo quiero que me imitéis, es en el amor a la Santísima Virgen". Su devoción es un cariño fuerte, profundo, que recorre toda la gama de las emociones humanas. Cualquier imagen de la Virgen, por ser de María, le encanta, le enamora. Incluso, aunque estéticamente sea poco agraciada, o de tosca factura. En momentos de grande menesterosidad, cuando en 1924, cuatro años antes de la fundación del Opus Dei, se movía vacilante entre luces y sombras, barruntando que Dios le proponía y le pedía algo..., pero algo que él no acertaba a distinguir, una de sus plegarias más encendidas, más instantes, más perentorias, la dejó trazada a cincel, roturada con un clavo, en la base de la columna de un pequeña imagen de la Virgen del Pilar, de ésas de yeso pobretón, hechas en serie... Pasado mucho tiempo, en 1960, y a través de Pily Albás, pariente de Escrivá por la rama materna, se encontró y recuperó esa imagen en Zaragoza. Cuando Encarnita Ortega y Mercedes Morado se la enseñaron, en la Villa Vecchia, Escrivá no la reconoció: habían transcurrido treinta y seis años.
- ¡Qué imagen... más feíta!
- Es suya, Padre.
- ¿Mía? ¡No puede ser...! Yo no recuerdo haber comprado nunca una imagen así...
- Sí, mírela, hay una cosa escrita por usted...
Mercedes puso la estatuilla boca abajo, de modo que quedara a la vista la cara inferior de la peana. Allí, más que escrito grabado con un clavo, y con la letra y los trazos enérgicos, inconfundibles, de Josemaría Escrivá, se leía:
Domina, ut sit! 24 9/924 (¿24 5/924?)
Era la oración apremiante que el joven Escrivá hacía en aquellos tiempos. Se dirigía a Jesucristo con las palabras del ciego Bartimeo "Señor, ¡que vea!" (Domine, ut videam!) Y a Santa María, con una súplica similar: "Señora, ¡que sea!" (Domina, ut sit!). La fecha, 24 de septiembre (¿mayo?) de 1924, convertía aquella pequeña imagen de escayola barata en una prueba irrefutable de cómo el Opus Dei fue una fundación sobrevenida a Escrivá que, durante años y años, desde 1918, rezaba para que existiese lo que todavía desconocía. Él no estaba inventando, ni fabricando, ni fundando nada. Él pedía que se realizase aquella demanda que Dios había puesto en su alma; pero rezaba de un modo genérico, sin entrever siquiera lo que estaba pidiendo: ¡que sea! ¡Que lo que tenga que ser, sea! Una oración a ojos cerrados, de fibra semejante al incondicional "hágase".
Contempló la fea estatuilla en silencio y, volviéndose a Del Portillo que estaba también allí en ese momento, le dijo:
- Que aparezca esto ahora es... como un mimo de Dios: un testimonio más, una prueba patente de la oración mía de tantos años.
Siempre asegurará, con énfasis rotundo, que la Virgen "ha sido la gran protectora, el gran recurso nuestro, desde aquel 2 de octubre de 1928 ¡y antes!"... "Nosotros hemos estado siempre -como Jesús- pegadicos a su Madre, María, la Madre de Dios, que ha sido la Madre del Opus Dei, la Reina del Opus Dei, nuestra hermosura..."
Y, no como quien endereza unos halagos, sino como quien levanta acta de unos sucesos históricos de los que ha sido testigo, dirá:
- Nuestro Opus Dei nació y se ha desarrollado bajo el manto de Nuestra Señora. Ha sido la Madre buena que nos ha consolado, que nos ha sonreído, que nos ha animado en los momentos difíciles de la lucha bendita para sacar adelante este ejército de apóstoles en el mundo.
Bajo el sello de la Obra -la cruz dentro de la circunferencia que simboliza el mundo- aparece siempre una rosa, a realce: es la constancia agradecida de esa solicitud y de esa protección maternal de la Virgen hacia el Opus Dei.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.