-
Callejear por el Madrid antiguo es tropezar con las esquinas irregulares de casas y placetas, con la rebelde negativa a cualquier concesión geométrica de trazado; con nombres como Suárez de Toledo, Coallas, Lagos y Lujanes. Todos recuerdan, en la precisión de una bibliografía histórica, la etapa de los Austrias, de la España concreta de Felipe II. La plaza de Puerta Cerrada se esconde ahí, en ese conglomerado castizo y familiar. De ella parte la calle de San justo: el Palacio Episcopal es un encuentro previo, antes de llegar a la casa de Iván de Vargas, donde sirvió como criado San Isidro Labrador, Patrón de la Villa. Remontando el pequeño tramo de esta calle se llega hasta la iglesia, hoy Basílica Pontificia, de San Miguel; fue erigida en el siglo XVIII para la advocación de los Santos justo y Pastor, mártires de Alcalá de Henares. La fachada está decorada por pilastras y hornacinas con estatuas: a la derecha, la Caridad y, a la izquierda, la Fortaleza. Más arriba, la Fe y la Esperanza. Termina con un ático y dos torres que escoltan, en el centro, el escudo con las armas reales. El interior es barroco.
Este lunes, 17 de octubre de 1960, la Basílica Pontificia se viste de gala. Resplandeciente de luz, neutraliza el sol que se filtra por los ventanales. Va a celebrar la Santa Misa, a las doce de la mañana, Monseñor Escrivá de Balaguer. La nave de la iglesia está abarrotada por miembros del Opus Dei.
Cuando el Padre se vuelve después de la lectura del Evangelio, se da cuenta del número de personas que sigue, al unísono, el rito de la celebración. Y habla, emocionado:
«Yo quiero deciros unas palabras en esta iglesia de Madrid, donde tuve la alegría de celebrar la primera misa mía madrileña. Me trajo el Señor aquí con barruntos de nuestra Obra. Yo no podía entonces soñar que vería esta iglesia llena de almas que aman tanto a Jesucristo. Y estoy conmovido. Conmovido, porque os tengo que decir que vosotros y yo hemos de cumplir un mandato divino, maravilloso: primero, en nuestra vida personal; después, influyendo en la vida de los demás, en todos los ambientes del mundo. Porque os tengo que decir que no hay nación (...) donde no haya corazones que vibren como vosotros. Porque os tengo que decir que comienzan a brotar vocaciones como las vuestras y la mía en tierras africanas y asiáticas. Hijos míos, vocación divina he dicho y no he exagerado nada».
El silencio es absoluto. Y las palabras del Padre siguen subrayando aquellas características que los apóstoles querían para los cristianos de la primera hora; especialmente el amor a la propia libertad y el respeto a las opciones legítimas de los demás:
«Yo, con mi libertad, no puedo negar la tuya. Somos libérrimos en lo terreno».
Esta doctrina debe hacerse vida diariamente con quienes nos rodean:
«Que la vean vuestros parientes, vuestros colegas, vuestros vecinos, vuestros amigos (...). Vivid como los demás, sobrenaturalizando cada instante de la jornada. Que contemplen vuestra alegría en el mundo, y así yo estaré orgulloso (...). Pedid por mí».
La víspera, 16 de octubre, ha pasado un rato con las hijas suyas que trabajan en la Administración de la casa de Diego de León. La alegría de su presencia pone alas a este domingo de otoño. Las anima a seguir este camino maravilloso del amor de Dios en medio del mundo santificando el trabajo cotidiano y tratando de atraer a otras personas a Dios:
«Hijas mías, vosotras tenéis que acercaros a vuestras amigas (...), acercaros a ellas saliendo
a las encrucijadas del camino, para llamarlas en nombre de Dios (...). Si a ti nadie te hubiera llamado, no estarías aquí (...) con una vocación divina (...). Nos llaman del mundo entero (...); a fines del año próximo hemos de ir a Australia y a Paraguay (...). Sed fieles».
Y queda en el aire de Madrid esta urgencia de andar los caminos de Dios y extender el Opus Dei.
El Padre abandona la capital camino de Aragón. Cuatro días más tarde, recibe el nombramiento de Doctor honoris causa por la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza. Vuelve a oír el rumor del Ebro, a paladear su amor adolescente por esa Virgen chiquita, que sigue erguida en su Santa Capilla de El Pilar.
Ana Sastre, Tiempo de caminar. Rialp, Madrid, 1990, 2ª ed.