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13 octubre 2025

San Josemaría hoy: 1950. Un hombre santo es el que se fía de Dios

El santo es un hombre en quien el amor y la fe y la esperanza, lejos de ser ásperos esfuerzos solitarios, son vivencias acompañadas, experiencias compartidas. El santo ni ama, ni cree, ni espera a solas: él siempre cuenta con El Otro. Por eso el santo confía. No es que tome sus sopas "a pachas" con Dios; pero, sólo con Dios, el esforzado héroe que hay bajo la piel de un santo, baja la guardia, rinde las armas, cierra los ojos... y se abandona.
En fin, un hombre que se fía de Dios: eso es un santo.
Josemaría Escrivá fue uno de esos hombres que se fio de Dios. Es justo, y es inevitable, decir a renglón seguido que, antes, Dios se fio de él.
En octubre de 1950 escribía:
"La Sabiduría infinita me ha ido conduciendo, como si jugara conmigo, desde la oscuridad de los primeros barruntos, hasta la claridad con que veo cada detalle de la Obra".
Más de diez años después, en enero de 1961, dejaba otra vez constancia ante el papel de ese "juego divino" en el que Dios tomaba la iniciativa y el hombre -con libérrima docilidad- se dejaba guiar:
"Dios me llevaba de la mano, calladamente, poco a poco, hasta hacer su castillo: da este paso -parece que decía-, pon esto ahora aquí, quita esto de delante y ponlo allá. Así ha ido el Señor construyendo su Obra, con trazos firmes y perfiles delicados, antigua y nueva como la palabra de Cristo.
En la historia de nuestro camino jurídico, dentro de la vida de la Iglesia, aparece con mucha claridad este juego divino del que hablo. No he tenido que andar calculando, como jugando al ajedrez; entre otras cosas, porque nunca he pretendido averiguar la jugada de otro, para poder dar jaque mate después. Lo que he tenido que hacer es... dejarme llevar".
Álvaro del Portillo fue testigo directo y de excepción, durante cuarenta años, de la vida de oración de Escrivá de Balaguer: de sus esfuerzos, de sus búsquedas, de sus tramos de camino a oscuras, con aridez, a contrapelo, yendo a sacar con fatiga el agua del pozo profundo... Y también lo fue de sus hallazgos inesperados, de sus encuentros sorprendentes, de los pequeños y grandes "regalos" de luces nuevas con que Dios gratificaba su lucha tenaz. Regalos que Josemaría Escrivá llamaba expresivamente "dedadas de miel", y que por ser sustancia de eternidad quedaban grabados de modo indeleble, como marcados a fuego, en su conciencia. No los echaba en saco roto. No los olvidaba. Los paladeaba de continuo en su intimidad. Los volcaba hacia sus hijos, para que también ellos se beneficiaran de esas repentinas claridades. Pero jamás presumía, ni se jactaba de haber sido agraciado así. "¡Es tan humano y tan sobrenatural -decía- esconder los favores de Dios!".

Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.