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Decisivo fue el parecer del Cardenal Larraona, quien le informó que reclamar el título no era sólo un derecho sino que, como Fundador del Opus Dei, estaba obligado a hacerlo. ¿No había enseñado siempre a sus hijos a cumplir con las obligaciones civiles y ejercitar todos los derechos ciudadanos? Si siendo el Fundador renunciaba a un derecho que todos estaban acordes en atribuirle, ¿qué harían los que viniesen detrás? Ante este argumento el Fundador tuvo que rendirse. Se encontraba, como quien dice, entre la espada y la pared. Por un lado, expuesto a la incomprensión de un gesto para él obligatorio, pero que las gentes juzgarían frívolo y vanidoso. Por otra parte, confirmar ejemplarmente ante sus hijos cuál era el espíritu genuino del Opus Dei, mostrando así, una vez más, que el camino de santificación pasa por la Cruz.
Muy a pesar suyo se dispuso a ejercitar lo que, con eufemismo, califica de deber antipático. En realidad, constituía un acto heroico fabricado de piedad filial, justicia, humildad y fortaleza. Porque el tratamiento honorífico ni le era agradable ni pensaba disfrutarlo. En cuanto a las consecuencias, ¿qué podía esperar sino molestias y mortificaciones? Asumió personalmente toda la responsabilidad en este asunto; y, para asegurarse de que no perjudicaría a la Obra, impuso a sus hijos la condición de que las expensas no recayesen sobre ella.
Las gestiones administrativas fueron rápidas. La instancia pidiendo el reconocimiento del título de Marqués de Peralta se presentó en el Ministerio de Justicia el 15 de enero de 1968. Diez días después, adelantándose a lo que le venía encima, don Josemaría escribió al Consiliario de España una sustanciosa carta explicativa:
Roma, 25 de enero, 1968.
Querido Florencio: que Jesús me guarde a esos hijos de España.
En esta vida y no pocas veces, a pesar de mi flaqueza y de mis miserias, me ha dado el Señor fuerzas para saber cumplir serenamente con deberes más bien antipáticos.
Hoy, después de considerarlo despacio delante de Dios y de pedir los oportunos consejos, comienzo a cumplir con uno, que solamente es antipático —para mí— por las circunstancias personales mías: para cualquier otra persona, sería cosa gustosa y sin quiebras.
Desde la altura de mis sesenta y seis años, vienen a mi recuerdo mis padres, que tanto hubieron de sufrir —estoy seguro— porque el Señor tenía que prepararme como instrumento —bien inepto soy— y ahora estoy persuadido de que es la primera vez que, en cosas de este mundo, guardo el dulcísimo precepto del Decálogo. Hasta ahora, pido perdón porque no os he dado buen ejemplo, mi gente me sirvió de medio para sacar adelante la Obra: también Carmen y, de algún modo, Santiago.
Me ha movido también, en el caso actual, a obrar como obro, no sólo lo que parece claramente nuestro buen derecho, sino la posibilidad de ayudar a los hijos de mi hermano.
De otra parte observo rectamente el espíritu de la Obra: ser iguales a los demás. Esto me hacía notar un Cardenal de Curia, la semana pasada: con la manera de ser del Opus Dei, decía, su conducta es consecuente y razonable.
Ayer os hice decir, por medio de Álvaro, cuando hablasteis por teléfono, que no me importan los comentarios —que no harían, si se tratase de otra persona cualquiera, de otro ciudadano español—, y os ruego que, si dicen o escriben algo molesto, que sea lo que sea será injusto, hagáis oídos sordos.
De todas formas, si prudentemente se puede evitar que los haya, mejor sería evitarlos, aunque a última hora da igual.
Ya os he abierto mi conciencia: es, de mi parte, una obligación razonable y sobrenatural.
Un abrazo muy grande. Contento, de tanta labor de almas que hacéis en esa queridísima tierra nuestra.
Os quiere y os bendice vuestro Padre
Mariano.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. III). Rialp, Madrid, 2003.