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En 1974, en su catequesis por América, insiste a todos:
«Pedid mucho por Japón (...). Yo quiero mucho a ese país maravilloso de gente trabajadora, ordenada, seria, de una cabeza formidable. Tengo para el Japón todas las alabanzas, pero me da mucha pena que no conozcan la verdadera fe (...). Es un país inmenso: si no por la extensión, sí por el número de habitantes. Conviene que recéis para que el Señor mande muchas vocaciones, y así podáis atraer a Dios a tantos, que con la fe católica harán todavía mucho más bien».
Y más adelante:
«Me emociona pensar en la laboriosidad, en el encanto, en la espiritualidad de todas esas criaturas (...) de aquella tierra bendita, donde llega un momento en el que florecen los cerezos, y todo es poesía. Pero, además, con esa poesía yo quiero que metáis el amor a Jesucristo, la devoción a la Santísima Virgen, que es la flor más hermosa que hay en el Paraíso».
Durante un mes, don José Luis continuará su viaje de trabajo por las grandes islas del archipiélago japonés. Tomará nota de los diversos ambientes. La imagen de sus campos, sus ciudades y sus gentes. Desde el tren, a la salida de Tokyo, ve con claridad la cumbre majestuosa, nevada, del monte Fui¡. Según una leyenda, el Fujiyama es extraordinariamente celoso y suele esconderse detrás de las nubes cuando un extranjero pretende mirarlo. Sólo pueden ver la cima aquellos que miran con ojos sinceros...
Las llanuras están cultivadas con esmero: campos de arroz y muchos árboles frutales. Los pueblos, muy próximos, se envuelven en el humo de las fábricas. Japón es agricultor e industrial. Lo japonés y lo occidental conviven en este país, en cada calle, en cada edificio, en la vida del archipiélago. Su condición de isla no le ha separado, sino que ha contribuido a la unidad de las grandes culturas eurasiáticas. De ahí el espíritu cosmopolita de la civilización japonesa, que llega hasta los últimos márgenes de sus pueblos y ciudades. Esta carencia de grandes extensiones ha contribuido también a modelar sus características de minuciosidad.
Toda esta riqueza de matices será apreciada y transmitida al Padre por don José Luis; así como también el deseo, expresado por varias autoridades católicas, de que la Obra llegue lo antes posible y trabaje en los medios culturales universitarios.
Antes de salir de las islas, cumplirá un último encargo del Padre: besar, en su nombre, la tierra de Nagasaki donde murieron multitud de cristianos.
Después del regreso de don José Luis a Roma, el primer miembro del Opus Dei que llega al Japón es don José Ramón Madurga, que aterriza en estas tierras el 8 de noviembre de 1958; dos meses más tarde, el 18 de enero de 1959, le sigue don Fernando Acaso. Entre los dos montan el que habrá de ser primer Centro de la Obra en Osaka: situado en Toyonaka, un amplio barrio de esta ciudad que tiene más de un millón y medio de habitantes.
Ana Sastre, Tiempo de caminar. Rialp, Madrid, 1990, 2ª ed.