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Acababa de recibir el 15 de enero una efusiva carta de Morán, el Vicario General de Madrid. La tan esperada respuesta era el empujón que le faltaba para embarcarse en aquellos sufridos trenes y autobuses de tiempos de guerra, y emprender su recorrido de viajante de Cristo: «No puede V. figurarse —le escribía el Vicario— la gratísima sorpresa que me ha dado... ¡Gracias a Dios, se encuentra V. entre nosotros!... a trabajar en su Obra predilecta, que si siempre fue necesaria, mucho más lo ha de ser en la post-guerra».
Unos días antes, como para abrir camino, le llegó una limosna de 1.000 pts. Estaba ilusionado con el viaje. Tenía puestas en él muchas esperanzas, convencido de que la labor apostólica iba a dar con ello un considerable estirón. En vísperas del viaje recitaba con entusiasmo las etapas del itinerario a Manolo Sainz de los Terreros:
Pasado mañana —¡viajante de mi Señor Jesucristo!— emprendo este viaje: Burgos-Palencia; Palencia-Salamanca: Salamanca-Ávila: Ávila-Salamanca: Salamanca-Palencia: Palencia-León: León-Astorga: Astorga-León: León-Bilbao: y... qué sé yo: a lo mejor, tengo que largarme a Sevilla.
No hay como ser pobre de Solemnidad, para recorrer el mundo.
Era tanto el alborozo que, escribiendo a Isidoro, le anticipa el éxito del viaje:
El abuelo anda correteando que es un gusto: mañana sale, para seis u ocho capitales. A pesar de todo, el pobrecito se está poniendo gordo.
[...] ¡Ah! Ese correteo lo hace solo, el abuelito; y dice que va a volver con mucho dinero que le dará D. Manuel, para arreglar su casa de París. ¡Ojalá sea así!
Tal era el tono jovial y emprendedor del viajante de mi Señor Jesucristo. Pero, veamos, en sus Apuntes, cómo andaba por dentro:
[...] determino emprender un viaje algo pesado, pero necesario.
Por mi gusto, me encerraría en un convento —¡solo! ¡solo!— hasta que acabara la guerra. Mucha hambre de soledad. Pero, no mi voluntad, sino la del Señor: y debo trabajar y fastidiarme, bien lejos del aislamiento. —Tengo también deseos grandes de marcharme de Burgos.
Este agudo sentimiento de soledad era hambre de saciarse a solas de Dios. Se veía, en cambio, obligado a trajinar de un lado a otro, molido y sin descanso.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002