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Pero Dios os pedirá cuenta de haber estado cerca de mí, porque me ha confiado el espíritu del Opus Dei, y yo os lo he transmitido. Os pedirá cuenta por haber conocido a aquel pobre sacerdote que estaba con vosotros, y que os quería tanto, tanto, ¡más que vuestras madres! Yo pasaré, y los que vengan después, os mirarán con envidia, como si fuerais una reliquia: no por mí, que soy -insisto- un pobre hombre, un pecador que ama a Jesucristo con locura; sino por haber aprendido el espíritu de la Obra de labios del Fundador".
En términos semejantes había hablado a sus hijas, en el cuarto de estar de la Montagnola, en septiembre de 1957, durante el desarrollo de una clase-charla bajo el epígrafe de "Cofundadoras". Basta una lectura rápida de este texto para apreciar que, por cinco veces, se refiere a sí mismo en términos peyorativos: pobre hombre, pobre pecador, pobre sacerdote, lo peor que el Señor encontró... pero depositario del espíritu del Opus Dei, en cuya transmisión él es la primera mano. Y éste y no otro es el nudo imbatible del argumento.
No hay que explorar con minuciosidad entre los dichos y los escritos de Escrivá de Balaguer, para encontrar incontables referencias personales a su deleznable condición de barro, "barro frágil de botijo", o a su "mal metal", o a su calidad de "instrumento inepto y sordo". Pero siempre discernía entre el hombre y su misión; entre su naturaleza pobre y desvencijada y la grandeza divina de su mensaje. Así, en 1973, decía a los suyos:
- Yo no os he engañado nunca. Yo no soy oro; y nunca os he dicho que sea oro. Yo no soy plata; y nunca os he dicho que sea plata. Yo no soy cobre; y no os he dicho que sea cobre. Si acaso, cobre rajado, con lañas. Pero lo que yo os digo... ¡es oro!
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.