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Lo contó él mismo un día de septiembre de 1967, durante una estancia breve en el pueblo vizcaíno de Elorrio.
El Padre charlaba con un grupo muy reducido de hijos suyos, directores de la Obra en España. Era una conversación informal, de familia, salpicada de anécdotas y alguna que otra broma. En un determinado momento, alguien preguntó cómo iba "la intención especial". El Padre hizo un comentario acerca de las dificultades y los riesgos que suele haber "cuando se ha de dejar un camino lateral, para tomar el camino real...". Y, ya con el símil que tanto le gustaba del iter, del itinerario, vino a decirles que el Opus Dei, pese a tantas esperas y tantos episodios jurídicos, "siempre había seguido un camino rectilíneo":
-Precisamente, en estos días, el Señor me ha hecho recordar algo que ya casi se me había olvidado: Cuando yo me incorporé a la Obra... ¿Qué creíais? ¿Que yo nunca me vinculé, así, de un modo expreso? ¡Pues sí! Hice mi incorporación a la Obra con don Leopoldo Eijo Garay, el obispo de Madrid, que es quien nos dio la primera aprobación, el 19 de marzo de 1941. Y la hice, como cualquiera de vosotros, recitando la fórmula de la fidelidad: Domine Iesu, suscipe me tibi... Un texto sencillo y entrañable en el que no aparecen para nada ni los votos, ni las botas... ¡Y a don Leopoldo le pareció la mar de bien, tan natural!
Pero la espera hasta tomar el camino real aún se iba a demorar varios años. Escrivá lo presentía. Tal vez había ofrecido al Señor no ver esa "última piedra" del edificio de la Obra:
-Quizás yo me iré sin verlo terminado... Pero el Señor me deja contemplar lo que no suele permitir ver a otros. Es raro que una persona que ha iniciado la labor -yo no quise: ¡jamás se me pasó por la cabeza ser fundador de nada!-, Dios le conceda ver tanto fruto en la tierra.
Ciertamente, la cosecha de vocaciones ha sido ubérrima, en todos los continentes. En esa fecha, de 1967, Escrivá sabe que hablar del Opus Dei es hablar ya de varias decenas de millares de personas, y trabajando en setenta y tantos países. La Obra es un campo cuajado. Se ha cumplido otro de los augurios de David en su Salmo II:
Pídeme, y yo te daré a las gentes por heredad.
Y extenderé tu hacienda por los confines de la tierra.
En uno de esos bellos atardeceres romanos, a la hora del tramonto, cuando el sol en su estirada final hiere sin piedad el revoque ocre y rojizo de los muros de Villa Tevere, Josemaría Escrivá, desde una ventana, mira hacia el Terrazzo del Fiume. Allí sus hijos han colocado la estatua del noble jurisconsulto "mutilado", sin cabeza y sin brazos... Sólo los pliegues de la túnica, suaves y armoniosos en su pétrea caída vertical, dan a la figura un aire de elegante serenidad. Escrivá lee las palabras latinas, grabadas en el pedestal de mármol: Non est vir fortis pro Deo laborans, cui non crescit animus... Y traduce de corrido:
"No hay varón fuerte, que trabaje por Dios, al que no se le acreciente el ánimo... al que no se le levante el coraje, aun en medio de las dificultades, aunque de vez en cuando el cuerpo esté destrozado".
Y es como si él a sí mismo se contara la historia de su vida. Un batirse el cobre, con bravura, con la fortaleza "agresiva" del acometer; y un pelear inerme, soportando las inclemencias, con esa otra fortaleza paciente del resistir.
Eso ha sido su vida: pax... in bello.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.