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El Padre atenderá asuntos del gobierno de la Obra -el Consejo General sigue en Madrid- y descansará algunos días cerca de Segovia, en Molinoviejo, que ya ha empezado a funcionar como casa de convivencias y de retiros. Precisamente durante esta estancia, por expreso querer del Fundador, tendrá lugar en la pequeña ermita de Molinoviejo un acto muy sencillo pero de un significado importantísimo, medular.
La breve etapa romana, y sus contactos curiales, le han dado al Padre la clara percepción de que muchas instituciones de la Iglesia se desguazan cuando empiezan a deteriorarse dos pilares fundamentales: la pobreza personal y la unidad de los miembros entre sí y con quienes hacen cabeza.
El 24 de septiembre es la fiesta de la Virgen de la Merced. El pensamiento agradecido de Josemaría Escrivá vuela hacia aquel templo cercano al puerto de Barcelona, donde acudió a pedir "socorro" a su Madre, antes de zarpar hacia Génova. Es un buen día para un buen gesto. A las doce, dentro de la ermita, rodeado de un grupo de hijos suyos de la primera hora -son todos muy jóvenes, pero tienen bien perfilado en la conciencia el trazo de que son "los mayores"-, rezan el Ángelus ante la imagen de la Virgen. Sobre el altar de madera, un crucifijo y, a ambos lados, dos recias velas encendidas. Allí, estos miembros de la Obra se comprometen a velar por la pureza del espíritu del Opus Dei, tal como Dios lo entregó al Fundador. Y lo hacen "sin votos, ni botas, ni botones, ni botines...", sino apalabrando desde la lealtad y la honradez cristiana. Uno de los compromisos es el del desprendimiento personal, que siempre habrá de conservarse como se vivió desde el principio. Otro, la unidad con los directores. Otro, el de ayudarse mutuamente con la corrección fraterna. Ah, siempre será incomprensible para muchos -tal vez, porque a la hora de mirar hacia el Opus Dei se ponen gafas de vidrios aberrantes- que la única "mutualidad benéfica" entre los miembros de la Obra sea la oración, el servicio y el cariño exigente plasmado en esa "corrección fraterna", que es un decir con lealtad y cordialidad, suaviter et fortiter, a las claras y a la cara, aquello en lo que el otro debe mejorar. Ése es todo el "imbricadísimo apoyo" que cualquier persona de la Obra debe esperar de los demás. Ése, el significado cabal de una locución que puede leerse con letras a realce en algún repostero de Molinoviejo, o en algún muro de Villa Tevere: Frater qui adiuvatur a fratre, quasi civitas firma: El hermano, ayudado por el hermano, es como una ciudad fuerte, como una ciudad amurallada. Unas palabras que pertenecen al acervo del pueblo hebreo y que el Rey Salomón puso por escrito en el libro de los Proverbios. Es más, cualquier persona que disponga de una Biblia puede comprobar por sí misma que el proverbio original continua anudando aún más los vínculos de la mejor fraternidad: "y las querellas contra el hermano son como cerrojos de fortaleza". Pero en el Opus Dei cada quien se solventa sus propios pleitos. No hay espíritu de cuerpo. No puede haberlo, ni por su naturaleza secular, ni por su libertad esencial, ni por su dimensión universal.
La ermita tiene, por entonces, sobre el suelo de baldosas rojas, unos rodetes de esparto para arrodillarse a resguardo del frío. Al salir, el Padre hace retirar dos o tres de esos rodetes, para conservarlos como recuerdo. No es ni un nostálgico, ni un fabricante de reliquias. Es un hombre que tiene una conciencia histórica fina y diáfana, para todo lo que es andadura de la Obra.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.