-
Al menos en dos ocasiones -una vez, el 22 de junio de 1935, en la iglesia del Perpetuo Socorro de Madrid; y otra, en septiembre de 1941, en la Colegiata de la Granja de San Ildefonso, un pueblo de Segovia-, Escrivá sintió la tentación, el acobardamiento moral, la incertidumbre intelectual, la "duda cruel" de que la Obra podía ser un invento suyo, una falacia de su imaginación con la que él, sin quererlo, estaría engañando y embaucando a otros. En los dos momentos tuvo la misma reacción: encararse a Dios con sinceridad y con humildad, pidiéndole, urgiéndole: "Señor, si la Obra no es para servirte, para servir a tu Iglesia, ¡destrúyela!, ¡haz que se destruya inmediatamente!". Y una y otra vez, la respuesta inmediata fue una inefable sensación de paz y de alegría, como confirmación de que aquello no era "su obra", sino la Obra de Dios.
Tiene, desde entonces, una seguridad indesmontable, que expresa con frase gallarda: "el cielo está empeñado en que la Obra se realice". Y al mismo tiempo, una aplomada confianza sobre el devenir del Opus Dei: sabe que la Obra "saldrá" como Dios quiera, cuando Dios quiera, en los lugares y con las personas que Dios quiera.
A él le corresponde poner "toda la carne en el asador", toda su alma y su vida entera en el intento: ocuparse de todo, sin preocuparse por nada. No se siente el artífice, ni el manager, ni el autor... ni siquiera el fundador. Mucho menos, el propietario. "¡Yo no soy fundador de nada!". Cuántas veces lo repite, agregando que él sólo es "un instrumento inepto y sordo".
No se trata de un quiebro de humildad. Escrivá está seguro de que el fundamento de la Obra no es ni una idea genial, ni un impulso de audacia, ni un esfuerzo tenaz. Él ha sabido siempre que la Obra existe como iniciativa divina. A él le incumbió sólo verla, vivirla, encarnarla y transmitirla. Él no se sentiría capaz de garantizar el éxito de algo que fuera invento suyo. En cambio, ¡qué potente garantía le da saber que el avalista es Dios!
En uno de los folios del testimonio que redactó y firmó el Doctor Carlo Faelli, que asistió a monseñor Escrivá, como médico, desde 1946 y le trató hasta su muerte en 1975, aparece de pronto este expresivo apunte:
"Hablaba poco de sí y, si acaso, lo hacía sólo como instrumento de Dios para hacer la Obra. No daba nunca importancia a sus propias cosas. Pasaba por encima de ellas con elegancia. No le interesaban. Nunca ostentó su posición (como Fundador y Presidente General del Opus Dei). Decía, como bromeando: "¡yo soy un cura!". Yo le comentaba que delante de mí no necesitaba humillarse. Pero creo que no me hacía caso. Puedo asegurar que tenía un agudo sentido del humor".
Ciertamente, hay una fuerte vecindad entre el sentido del humor y la auténtica pobreza de espíritu. Escrivá no se da importancia, no alardea, no se ufana. Se sabe instrumento. De ahí su total entrega y su total desasimiento del "proyecto". Un proyecto que le transciende, pero que es la razón de ser de su propia vida.
El trazado de la vida de Josemaría Escrivá responde, en exclusiva, al encargo, al mandato, a la vocación de hacer el Opus Dei para servir a la Iglesia. Y a ello se ciñe enteramente y siempre.
En su horizonte de progreso no está el tener más, sino el ser mejor. Desde su óptica de la disponibilidad, del "para servir, servir", del "ser para...", ese ser mejor se traduce en ser mejor instrumento. Lo demás, le sale por una friolera.
Josemaría inscribe su vida en las coordenadas del ser, no en las del tener. Se mueve, así, en la categoría del misterio, que incumbe al ser, y no en la del problema, que afecta al tener.
Ordinariamente, los seres humanos suelen estar satisfechos con lo que son, pero inquietos, azogados, preocupados, y nunca suficientemente abastecidos con lo que tienen. Debería ser al revés, pero no ocurre así.
El querer ser mejor, o ser más plena y fielmente lo que uno debe ser, sumerge al hombre en el mundo límpido, fascinante y apacible del misterio. En cambio, el pretender tener más, la lucha azarosa por ganar y adquirir propiedades materiales o instalaciones de confort, imbrica al hombre en el laberinto incierto, tortuoso y desasosegante del problema.
Para el ambicioso, tener, no tener, obtener, retener, o dejar de tener, ¡todo es problema! Para quien ha decidido "vivir y morir pobre", se han zanjado todos los problemas: El egoísmo conservador abre sus bolsas a la dádiva generosa. La búsqueda de garantías y seguridades se convierte en confiado abandono. La inercial tendencia a la comodidad muelle se transforma en dinámica alzada de ascesis exigente. Se camina serenamente por los territorios del misterio. Se es más intensamente hombre: se vive en libertad.
Desde ese "vaciamiento", pobre, disponible y libre, de quien ha arrojado sus preocupaciones y cuidados en Dios, iacta curam tuam super Dominum, Escrivá nunca andará preocupado, ni mucho menos desvelado por el día de mañana: "Yo no me preocupo; me ocupo", dice con frecuencia. Y es que, realmente, vive con la ligereza de equipaje de los que no se instalan, de los que no echan raíces, de los que no se aburguesan, de los que no tienen en esta tierra "morada permanente". Al día y con lo puesto. Con el zurrón escueto de los que van de paso. Con el leve equipamiento de los que ni negocian, ni pleitean, ni se sientan a calcular sus posibilidades de defensa. Con el escaso lastre de los que están siempre a punto para empinar el impulso, batir alas y volar.
De paso, o de vuelo: transeunte, itinerante, viajero... viator.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.