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En 1967 pasa tres semanas de agosto en Gagliano Aterno, en los Abruzzi. La casa es de la Baronesa Lazzaroni, que se la ha ofrecido para que descanse. Un caserón antiguo, con algunos detalles arquitectónicos muy originales que Escrivá le irá señalando al arquitecto Javier Cotelo, para que los dibuje con cuatro trazos, "por si sirven en Cavabianca". Así, una columna baja y rechoncha, a la que bautiza como "la chaparrita".
La casa dispone de un oratorio familiar. En una lápida se afirma de modo rotundo que San Francisco de Asís estuvo en este lugar. Cuando recorren la vivienda el primer día, Escrivá lee ese texto de la lápida, pero no dice nada.
Algún tiempo después, cita allí, en Gagliano Aterno, a dos hijos suyos, miembros del Consejo General, para que salgan por un día del ferragosto romano, dejen el trabajo y le acompañen en esa ronda de oraciones que ha iniciado, a visitar un santuario de la Virgen.
Uno de los que viene es Giuseppe Molteni, un lombardo, oriundo de La Brianza, doctor en Químicas y en Teología, seglar y administrador general del Opus Dei. El Padre, familiarmente, le llama Peppino
Mientras se hacen los preparativos de última hora, para la salida, le lleva al oratorio y le muestra la lápida. Después, bromeando comenta:
- Chico, Peppino, es difícil, ¡dificilísimo! encontrar un sitio en Italia, aunque sea muy recóndito, donde no se diga que allí estuvo San Francisco de Asís, o que allí estuvo Garibaldi. No me lo negarás: sois un poco triunfalistas en los recuerdos...
- Certo, certo... Es una costumbre muy difundida por toda Italia, para dar realce a los distintos lugares: aquí estuvo Leonardo da Vinci, aquí Torcuato Tasso, aquí Il Dante, aquí Garibaldi...cosí facciamo Patria!.
Escrivá ríe a carcajadas, divertido, por el desparpajo y el acento lombardo de Peppino.
Marchan todos, menos Javier Echevarría. La noche anterior le sentó mal la cena y tiene el estómago revuelto. No es nada importante; pero prefiere no meterse en carretera con mal cuerpo y el calor pegando duro. El Padre indica a las de la Administración que, a su hora, le dejen la comida ya servida, en unas cazuelas térmicas que tienen; de modo que no sea preciso que pase nadie a atenderle durante el almuerzo.
Javier E. ve, entonces, hasta qué punto el Padre vive lo que predica. Y recuerda lo que tantas veces le ha oído decir:
- Yo me fío de cada una de mis hijas y de cada uno de mis hijos, al cien por cien. Pero pienso que es una norma de prudencia que jamás coincidan ninguno con ninguna, a solas, en una habitación. Y esto, no solamente para los seglares. También para los sacerdotes. Así lo he vivido yo desde los comienzos.
Dando gracias a Dios, puedo decir que jamás he estado con una hija mía a solas, fuera del confesonario, para hablar con ella. Siempre me he hecho acompañar de otras personas. En los primeros tiempos, cuando no contaba con sacerdotes, a veces rogaba a mi madre o a mi hermana Carmen que me acompañaran: que estuvieran presentes en mi conversación con aquella o con aquellas hijas mías, mientras les iba dando la formación sobre el espíritu de la Obra.
En ocasiones, mi madre o Carmen, no estaban disponibles. Entonces pedía a alguno de vuestros hermanos -Álvaro del Portillo, Pedro Casciaro, Paco Botella- que vinieran conmigo. Al que fuera, le decía: "Tú no abres el pico. Te pones en un lugar discreto de la habitación, rezas, encomiendas la tarea apostólica de la Obra y no intervienes para nada. Pero es preferible que yo no vaya solo".
Doy muchas gracias a Dios, por esta prudencia que el Espíritu Santo puso en mi alma, desde que era muy joven: Yo no he tenido otro maestro, para tantas y tantas cosas de la fundación del Opus Dei. Y no tenía a quien referirme: porque, como es lógico, las luces el Señor me las daba a mí, para que llevase a cabo este nuevo camino.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.