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Desde 1958 Escrivá empezará a salir a Gran Bretaña, a Irlanda, a Francia y a España, alojándose en casas alquiladas o prestadas. Así, los años 1958, 1959 y 1960 pasa algunas semanas de julio y agosto en Woodlands, un chalé de alquiler en la zona norte de Hampstead Heath, al fondo de la Courtney Avenue, en Londres. Los dueños de Woodlands son, al parecer, una pareja bien pintoresca: él se dedica a la industria del cine y ella a la quiromancia y al espiritismo. En 1961 y 1962 Escrivá vuelve a ese mismo barrio londinense, pero se aloja en otra casa, en el número 21 de West Heath Road, alquilada a Mister Soskin, un juez de guerra de origen ruso-judío.
En todos esos años, combina el descanso con el impulso a las personas y a las labores del Opus Dei, no sólo en Gran Bretaña e Irlanda, sino en la Europa continental: Se desplaza por carretera a diversas ciudades de Francia, España y Alemania en 1960; y a Austria, Suiza y Francia, en 1962. En el verano del 63 descansa algún tiempo en Reparacea, un rincón del Pirineo navarro, entre San Sebastián y Pamplona. Y en el de 1964, en Elorrio, un pueblo de Vizcaya.
A Álvaro del Portillo y a Javier Echevarría -que le acompañan siempre- les pide que le sugieran planes y programas para trabajar, durante ese tiempo de vacación, en otras materias, en otros asuntos. Cuando sale de Roma, se hace un voluntario "lavado de cerebro", desconecta de su labor habitual y delega lo más posible las tareas de gobierno de la Obra. Pero su mente -una portentosa dinamo de ideas- no puede cruzarse de brazos.
El psiquiatra vienés Viktor Frankl -discípulo de Freud y judío como él, que supo desmitificar a tiempo a su maestro- conoció a Josemaría Escrivá. Después de visitarle en Villa Tevere, comentó: "Este hombre lleva en la cabeza una auténtica bomba atómica". Pues bien, en esos veranos -además de leer, estudiar y escribir- a Escrivá se le ocurrirán miles, cientos de iniciativas audaces, soluciones imaginativas, hallazgos insospechados, que él mismo irá anotando o indicará a quienes le acompañan, para "echarlos a andar" cuando regrese a Roma.
Quizá lo más llamativo en las vacaciones de monseñor Escrivá sea su escaso aparato, su sobria guarnición, su leve equipaje. Ciertamente, no son vacaciones bajo palio. Tampoco de playa y hamaca. Ni de Balneario y chaise longue.
Entre los pocos bultos que transporta el Fiat 1100, color beige no se ven ni artes de pesca, ni raquetas de tenis, ni palos de golf.
Escrivá no ha tenido tiempo en su vida para aprender otro deporte que andar. Sin duda, en eso habrá batido todas las marcas. Por necesidad -que no por afición- ha dejado muchos pares de suelas en el asfalto de las ciudades, pateándolas de punta a cabo, mientras desplegaba un apostolado a destajo, sin "perras" para autobuses o tranvías. Siendo ya un hombre entrado en años, podía caminar -si era necesario- tres horas por la mañana y otras tantas por la tarde: Se había acostumbrado desde muy joven. En Zaragoza y en Madrid, su labor sacerdotal la hizo al golpe de sus pisadas. Cuando era un curita recién ordenado, en Perdiguera, a la hora en que el pueblo dormía la siesta, él salía a andar, a campo abierto, haciendo su oración o enseñando el catecismo al hijo del sacristán. Después, en sus viajes por Europa, roturando la tierra de los países a donde tenía que llegar el Opus Dei, procuraba recorrer las ciudades a pie. Era como auscultarlas, pero no sobre un mapa, sino en vivo. Y así las conocía. Y así las rezaba.
Tenía, por eso, las piernas musculosas y fuertes. Los brazos, en cambio, tan flácidos y delgados que era difícil ponerle una inyección intramuscular sin dar con la aguja en hueso.
Cuando, desde 1965, monseñor Escrivá empiece a pasar el ferragosto fuera de Roma, pero en Italia, practicará otro deporte "barato", de los que no necesitan cancha ni pista especial: le boccie. Un juego de bolas cuya gracia consiste más en el tino que en la fuerza, y que exige agacharse, arrojar las bolas, levantarse... Como el "terreno de juego" es el puro campo, de tierra suelta, y se levanta mucho polvo con le boccie, para jugar las partidas, Escrivá se cambia cada día de arriba a abajo: se quita la sotana y se pone unos pantalones más viejos, una camisa muy usada y unas zapatillas negras de lona.
Le boccie no se le dan demasiado bien. Pero son partidas a cuatro, por parejas, y eso tiene su emoción de rivalidad. Escrivá suele jugar con el arquitecto Javier Cotelo -miembro de la Obra que, durante sus viajes, conduce el coche-, frente a Álvaro del Portillo y Javier Echevarría. Este tandem gana, de todas todas. Es divertido ver cómo se las ingenia Escrivá para poner algún handicap a los vencedores natos. A veces, cuando les toca lanzar la bola, les empuja levemente para que desequilibren el tiro.
- ¡Eso no vale, Padre! ¡Eso es trampa!
- ¡Hombre, Álvaro, esto es parte de juego!...¿No presumís de que lo hacéis tan bien? ¡Pues alguna dificultad teníais que tener...!
En otras ocasiones, si alguna bola de las de su equipo queda muy alejada del "premium", y no puntúa, Escrivá la coge y, fingiendo un "pase mágico", dice con pillería: "¿Os creíais que esta bola estaba aquí? Pues no... Está ¡aquí!". Y, con todo descaro, la coloca mucho más cerca.
Son bromas para hacer más simpático el rato de deporte. Después continúan jugando los dos javieres. Escrivá y Del Portillo siguen la partida sentados. El Padre anima y jalea a Cotelo, como si fuera un auténtico hincha, precisamente porque el chico tiene menos habilidad y pierde casi siempre. Si alguna vez gana, Escrivá se mete con Echevarría:
- ¡Qué mal lo haces, Javi! ¡Eres un "matao"!
Un día están jugando largo rato ya las dos parejas. Queda una bola por tirar: la de Escrivá. Con suerte podría llevarse la puntuación máxima, si lograra situarla de un golpe diestro junto a la bolita "premium".
Escrivá lanza. Y, ante el asombro de todos, incluso de él mismo, la bola queda justo al lado de la bolita "premium". Entonces, con expresión de chaval "convicto y confeso", declara allí, sobre el terreno:
- No lo vuelvo a hacer...Esto de ahora es peor que las trampas de siempre...¿Os confieso lo que he hecho?
Los otros tres le miran expectantes. Escrivá baja la voz, como avergonzado por lo que va a decir:
- Antes de tirar la bola, me he encomendado con fuerza al Custodio, para que me saliera bien...Pero ahora me doy cuenta de que es una simpleza meter al Custodio en un juego que no tiene la menor transcendencia.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.