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Muerte de Isidoro Zorzano en 1943
VÁZQUEZ DE PRADA, Los caminos divinos de la tierra
Isidoro comenzó a sentirse mal en 1941. Su vida era callada, laboriosa y fecunda. En 1940 ocupaba Isidoro un pequeño cuarto pegado al oratorio de la Residencia de Jenner. La habitación no podía decirse que fuera suya, porque servía también para otros menesteres. Su ocupación profesional en las oficinas de ferrocarriles le llenaba todo el día y, como administrador general de la Obra, llevaba la contabilidad de la Residencia y demás centros. Cambió de habitación (de Jenner pasó a Diego de León; y de allí al centro de Villanueva), pero fue constante en el trabajo. Así pasó dos años de intenso cansancio, de extrema debilidad y de fuertes dolores, que los médicos pensaron fuesen reumáticos.
No acertaban los doctores en la interpretación de los síntomas, mientras el mal continuaba su carrera implacable. En la segunda mitad de 1942 el progreso de la enfermedad era alarmante; y la preocupación del Padre, creciente. De cuando en cuando aparece esta inquietud paternal en sus cartas con un ¿cómo está Isidoro?, o un ¿qué tal está Isidoro?.
Cuando, poco antes de la Navidad de 1942, asistió Isidoro a un curso de retiro espiritual dirigido por el Padre en Diego de León, se encontraba ya muy enfermo. Pensando en ese hijo suyo, al dar un día la meditación sobre la muerte, les decía a todos en el oratorio:
A ti, hijo mío, no te ocurrirá como sucede desgraciadamente, incluso entre personas cristianas: que tratan de ocultarles a los enfermos su gravedad hasta que ya están casi sin conocimiento y no pueden recibir los Sacramentos con plena lucidez. A ti, hijo mío, irá un hermano tuyo y con toda delicadeza, pero con toda claridad, te dirá: Mira, humanamente, los médicos dicen que no tiene solución. Pero vamos a encomendarlo mucho, por si el Señor quiere hacer un milagro. Y también pondremos todos los medios humanos que la ciencia médica tenga a su alcance.
Y entonces tu reacción será, hijo mío: Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi. ¡Iremos a la Casa del Señor!
Empeoró el enfermo en 1943. El menor movimiento le producía una angustiosa sensación de ahogo. Los dolores le impedían el sueño. De madrugada caía rendido en una especie de sopor. Apenas había descansado. Sin embargo, haciendo un esfuerzo heroico se levantaba con puntualidad a la hora acostumbrada. Esto duró poco. Al agravarse el mal, cayó en cama. Sólo entonces, al hacerse más patentes los síntomas, se pudo establecer el diagnóstico.
Se trasladó al enfermo de la casa a una clínica. Pero el mal era incurable y los médicos desahuciaron al paciente. La primavera la pasó en el Sanatorio de San Fernando, consciente de la gravedad de su estado. El Padre le visitaba con mucha frecuencia y había dispuesto que sus hijos estableciesen un turno para que siempre se hallase acompañado. Los visitantes estaban pendientes de él para mudarle las sábanas, cambiarle de postura, atenderle durante la comida (para el enfermo era un tormento el tragar cualquier cosa, hasta los mismos líquidos, por el dolor vivísimo que experimentaba al deglutir, y por la inapetencia). Sobre todo los acompañantes le ayudaban a cumplir las normas de piedad. El encargo que les había hecho el Padre era que le tratasen «como se trata una reliquia».
Su confesor era el P. López Ortiz; y la comunión, que recibía a diario, solía dársela don Josemaría. Luis Palos —condiscípulo de la Facultad de Derecho de Zaragoza, y hermano del director del Sanatorio de San Fernando— vio en varias ocasiones pasar por el corredor al sacerdote con el Santísimo. Le impresionó el recogimiento con que llevaba al Señor. «Parecía que lo palpaba. Y no cruzaba palabra con nadie hasta que se quitaba los ornamentos».
1959. Llegan dos africanas keniatas para “romanizarse”
El 10 de julio, después de la merienda, el Padre y don Álvaro están un rato con las que llevan la administración de la casa. Sale a la conversación que Auma y Mumbúa, dos africanas kenyatas, de color, miembros de la Obra, van a llegar pronto a Roma, con idea de permanecer algunos años "romanizándose" y bebiendo el espíritu del Opus Dei en su propio manantial.
- Las tenéis que ayudar para que se adapten pronto. Pensad que para ellas todo es nuevo y diferente: el clima, la vida en la ciudad, las comidas, los horarios, el idioma...
- Padre, ya están estudiando el castellano...
- ¡Pobrinas, les costará mucho!... Supongo que ya sabéis porqué, aunque la Obra es universal, y no es ni de aquí ni de allá, su idioma oficial es el castellano... ¿No lo sabéis? Eso se decidió ya hace años, en el Congreso General de 1956, como una deferencia hacia España, que es donde la Obra nació.
Pocos días después, el 15, vuelve a estar con ellas. Han venido algunas de Milán: Silvia Bianchi, Sofía Vavaro, Tina... El Padre les habla de la necesidad de allegar vocaciones italianas para la Obra, sin reclinarse en la ayuda de las españolas:
- Aquí, en Italia, hay almas maravillosas...No seáis cobardes. Habladles de Dios. Habladles mucho de Dios, y del Opus Dei. Necesitáis ser más. Las mujeres de la Obra tenéis que desempeñar en la sociedad civil los mismos trabajos que desempeñan los hombres, llegando a donde ellos llegan. Y además, tenéis que sacar adelante las administraciones de nuestros centros. De modo que, lo dicho: necesitáis ser más.
Don Álvaro se ha incorporado a la reunión cuando ya estaba empezada. En ese momento, Escrivá está pidiéndoles que recen por la Iglesia. De pronto, recuerda haber leído en algún periódico la expresión "un sacerdote social":
- Cuando al oro o a la plata se les pone un apellido, es que no son ni oro ni plata de ley. El sacerdote es sacerdote, y basta. Su misión es exclusivamente espiritual: la cura de almas. Y en cuanto se sale de ahí mal.
Le preocupa, le lacera, la desbandada de tantos sacerdotes que, en esos años de desbarajuste posconciliar, cuelgan la sotana y abandonan su vocación. Si alguna vez habla de ello, se le contrae el rostro y se le quiebra la voz.
- Tenemos que rezar más...porque hay sacerdotes que no quieren hacer oración, ni guardar los sentidos, ni hacer examen de conciencia... ¡y es el desastre!
En la Obra todos, jóvenes y menos jóvenes, tenemos que hacer oración, tenemos que guardar los sentidos, tenemos que hacer examen de conciencia...¡Y si no, es el desastre!
Escrivá acusa este verano una alarmante pérdida de visión, sobre todo en el ojo derecho. Al principio, piensa que es algo transitorio y no dice nada. Pero, como transcurren varios días y la dificultad continúa, se lo comenta a Del Portillo y a Echevarría:
- Me cuesta mucho leer, porque apenas veo. Con frecuencia la visión se me queda como borrosa, como difuminada. Y cuando más lo noto es celebrando la Santa Misa. Pienso que convendría resolverlo ¿no?, que me vea un oculista... Y, mientras tanto, ¡paciencia y buen humor! De momento, procuraré trabajar y leer. Y el día que no pueda, ofreceré al Señor esa molestia, esa limitación.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.