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Los niños de esta civilización de la imagen, por su fácil acceso a los vídeos, al cine y a la televisión, tienen esa noción de la muerte demasiado temprana. Sin duda, por eso mismo, arrojada la noticia como un aguijón amargo, se inician muy pronto en el uso de razón. Saben que "la vida es drama" mucho antes que lo supieron sus abuelos y sus padres. Y ese estigma los avejenta, los cuartea, desgarrándoles prematuramente la primera inocencia.
Pero esto no era así en los años 1902-1913, y menos aún en los apacibles escenarios rurales de Barbastro y de Fonz, donde transcurrió la infancia de Josemaría Escrivá. Lo normal para un chiquillo de entonces era vivir bastante tiempo en una feliz inconsciencia, ignorando el sufrimiento y el dolor.
Sin embargo, Josemaría tuvo de un modo tremendo y precoz tres experiencias -ajenas pero muy cercanas- de la muerte. En tres años morirán sucesivamente sus tres hermanas pequeñas. Rosario muere con nueve meses, el 11 de julio de 1910. Josemaría tiene ocho años.
El 10 de julio de 1912, muere Lolita, a la edad de cinco años. Josemaría ya tiene diez.
Al año siguiente, el 6 de octubre de 1913, fallece Asunción, Chon, con ocho años.
Con todo el desconcierto del mundo reflejado en sus ojos, el niño Josemaría verá sacar de su casa, uno tras otros, los tres pequeños ataúdes blancos.
Han ido muriendo de menor a mayor, como si la muerte subiese una trágica escalera, inexorable, peldaño a peldaño, sin saltarse ninguno. Por ello, con esa lógica descarnada de los niños, Josemaría le suelta un día a su madre: "la próxima vez, me toca a mí".
Josemaría ya es "un ser que va a morir" y lo sabe.
Vienen al hilo de este agua aquellos versos de Miguel Hernández:
cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
y escucha bajo sus pies
la voz de su sepultura.
Esa certidumbre no le vuelve taciturno, pero le hace madurar. Sin duda, sufre.
Una tarde, Carmen, su hermana mayor, juega a las cartas con sus amigas. Acabada la partida, han levantado con mucho cuidado un castillo de naipes.
Así están, muy quietas y conteniendo la respiración para que no se desmorone el equilibrio, cuando entra en la salita Josemaría. Se acerca a la mesa. Planta su mano sobre las cartas y ¡zas!, con un golpe seco aplasta el castillo.
Pero... ¿por qué haces esto?
Josemaría no es un muchacho brusco, ni entrometido. Vacila un momento, antes de responder. Cuando lo hace, su voz es todo lo masculinamente grave que puede ser en un niño:
Eso mismo hace Dios con las personas: Construyes un castillo y, cuando ya está terminado, Dios te lo tira.
Por aquello de que "el hombre es el único ser que va a morir y lo sabe" un hombre será más él mismo -y, por tanto, más humano-, cuanto más consciente sea de que su vida está emplazada, con una "cita terminal".
El hombre frívolo raramente piensa que ha de morir, el sensato vive sabiéndolo y el más sensato, el santo, hace de su vida una larga preparación de la muerte: una graduación un master de idoneidad, para cuando deba... empezar a ser eterno.
Ni ocioso, ni miedoso, el santo avanza resuelto, sin distraerse hacia ese umbral de su ultimidad:
ni cogeré las flores
ni temeré las fieras,
y cruzaré por fuertes y fronteras.
No hay para el santo "muerte repentina", por lo mismo que no hay "muerte improvisada". El santo tiene siempre hechas las maletas para el último viaje. Como todos, el desconoce también el día y la hora, pero a partir de cierto momento empieza a tener intuiciones, luces fugaces, vislumbres entreverados de claridad y oscuridad. Se va internando en algo que atardece y en algo que amanece. Un luminoso crepúsculo, donde hay que entornar los ojos, cerrarlos casi, porque tanta luz ciega. Entonces, desea no ver nada, o ver sólo... con los ojos prestados de Dios.
¿Intuye Josemaría Escrivá que se acerca el final?
Parece que sí. Hablando con sus hijas, empieza a intercalar algunas referencias a su propia muerte.
- Hace años yo no decía estas cosas, pero ahora le agrada a Dios que hable así... Tengo que estar preparado para oírle, cuando me llame.
Otra vez es con sus hijos, en una tertulia de clima intimista:
- Yo no soy necesario, os podré ayudar más desde el Cielo. Vosotros lo sabréis hacer mejor que yo: yo no soy necesario.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.