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Estamos a 11 de marzo de 1950. Un avión procedente de Madrid toma tierra en Buenos Aires. Por la escalerilla descienden don Ricardo Fernández Vallespín, que ya es sacerdote, Ismael Sánchez Bella y Francisco Ponz, Catedráticos de Universidad. Serán los primeros en lanzar la semilla de la Obra -por medio de su trabajo profesional- en esta tierra fértil, inmensa, que ahora se abre ante sus ojos.
El 24 de junio de 1950 se instalarán en la ciudad de Rosario, en un piso alquilado. Es un inmueble pequeño de la calle de San Juan, número 865, y que recibirá el nombre de Centro Universitario Litoral. Este espacio les permitirá reunir y hablar a los amigos argentinos del fuego de Dios que han traído desde el otro lado del mar.
Muy pronto escriben al Padre: «Aún no ha transcurrido el primer mes en Rosario y ya tenemos "casita" (...). De momento, aquí podemos acomodar a unos pocos residentes. El propietario es muy amigo nuestro (...). La preocupación inmediata es la instalación de la casa».
Poco a poco, irán dejando todo a punto. Contestan al Padre para compartir la feliz noticia de la Aprobación definitiva que la Santa Sede ha concedido al Opus Dei y que el Fundador ha comunicado a todos sus hijos repartidos por el mundo. Escribe don Ricardo:
«Está muy próximo el 2 de octubre, ese día celebraré la Misa de medianoche, y los dos nos sentiremos muy acompañados de todos vosotros. Acabamos de recibir cartas de México. Anima mucho».
Mientras tanto, realizan viajes a varias ciudades en las que es preciso abrir Centros de la Obra. Buenos Aires ocupa el primer lugar. A los pies de Nuestra Señora de Luján acuden con frecuencia para solicitar ayuda a la Señora. Esta Virgen demostró, allá por el siglo XVI, una manifiesta predilección por Buenos Aires; porque, según la tradición, fue transportada por todo el país sobre una carreta de bueyes y, al llegar a lo que hoy es Luján-entonces un pequeño ranchito- los animales se pararon y no hubo fuerza humana capaz de obligarles a dar un paso más. Hasta que no bajaron la imagen no volvieron a moverse. La Señora quería quedarse allí. Hoy, esta Virgen menuda se venera en una gran basílica. Es santuario, y las almas, miles de almas criollas, forman su mejor relicario.
Encuentran pronto un piso reducido en la capital argentina. Es tan chico, que don Ricardo no tiene más remedio que excusarse ante el Nuncio un día que ha ido a visitarle. Le explica que tienen un piso tan pequeño en Buenos Aires, que más que haber puesto el pie en Argentina, parece que han puesto la punta del pie... Por eso no le han invitado todavía a visitarles.
El Eminentísimo Cardenal Antonio Caggiano, Obispo de Rosario y Arzobispo de Buenos Aires desde 1959, conoce al Padre hace tiempo: ha tenido ocasión de hablar con él en Roma y quiere y admira al Opus Dei. Años más tarde, desde la casa de Olivos, donde vive retirado, comentará que Monseñor Escrivá de Balaguer tenía su vida identificada por completo con la Obra de Dios. Le describirá como hombre de gran corazón dispuesto al sacrificio, al perdón, a la comprensión. Y subrayará la importancia de su espíritu como precursor de la llamada universal a la plenitud cristiana proclamada por el Concilio Vaticano II.
El pequeño Centro con que la Obra empieza en Buenos Aires se llama “El Cerrito”.
Después de 1959, el Cardenal Caggiano pedirá a don Ricardo que acuda a dirigir cursos de retiro para sacerdotes a las diócesis de Rosario, Catamarca, Córdoba, Misiones, Paraná, Corrientes, San Martín... En poco tiempo, conocerán el país al ritmo de su actividad profesional y apostólica. Y habrán aprendido a querer hondamente las soledades de esta inmensa Pampa, la paz de este río Paraná que se remansa y se extiende sin prisa, pero sin pausa, en su camino hacia el Atlántico.
Los primeros que piden la admisión en la Obra son Alfonso Isoardi y Ernesto García. Años más tarde, llegarán otros muchos. Uno de ellos escribirá:
«Cuando pienso en aquellos primeros tiempos -años enteros- desde la perspectiva del presente, con la magnitud que ha adquirido la labor en Argentina, calibro mejor algo de lo que, entonces, casi no alcanzaba a darme cuenta: la pequeñez, la dureza de los comienzos.
Una dureza sin ruido, sin estridencias. Sólo la sensación, prolongada, de sembrar sobre piedra o arar en el agua (...). Nos transmitían a los que, muy de a poco, íbamos llegando: vivir de fe, de esperanza, de amor, trabajando con la alegría de saber que se está haciendo la voluntad de Dios. Íbamos creciendo en la identificación con el espíritu de la Obra, aprendiéndolo todo (...).
Y también, desde el principio, fue echando raíces en nosotros -fuerte, entrañable-, el cariño al Padre. Un cariño que crecía, como todo amor, cultivado delicada y asiduamente a través de la oración y la mortificación diarias, de las cartas, de la lectura de sus palabras, de las cosas que nos contaban los que le conocían y habían vivido con él».
En estas palabras de uno de los primeros argentinos, se expresa el modo de formarse en el espíritu de la Obra. La transmisión fiel de las virtudes que el Padre les había enseñado a practicar; la entrega total a la Voluntad de Dios, que les ha llamado por su nombre; la filiación y la fraternidad...
Y, junto a la vertiente sobrenatural, la dedicación seria y profunda al trabajo profesional, quicio sobre el que se mueve la búsqueda de la santidad y el apostolado de la Obra. Todo ello estructurado en forma de clases, charlas y conversaciones personales. Y, desde el primer día, el conocimiento profundo de la doctrina de la Iglesia en estudios de Filosofía y Teología que se hacen compatibles con toda otra actividad laboral, tanto manual como intelectual.
Hasta el 7 de diciembre de 1952, no llegará la Sección de mujeres a Buenos Aires.
Ana Sastre, Tiempo de caminar. Rialp, Madrid, 1990, 2ª ed.