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22 junio 2025

San Josemaría hoy: 1970. Amor a la Virgen

El 22 de junio, víspera de su regreso a Roma, el Padre está reunido con un grupo de hijos suyos. Alguien pulsa una guitarra:
-«Padre, es una antigua canción popular. Dicen que es demasiado dulzona, pero a mí me gusta. El comienzo es un poco lento»:
«Quiero cantarte, mujer, mi más bonita canción, porque eres tú mi querer, reina de mi corazón...».
Y, de pronto, el Padre se pone de pie:
-«¿Por qué no vamos a la Villa todos a cantarle eso a la Virgen, a darle nuestra serenata?».
El asentimiento es unánime. A las 8,30 de la tarde, todos en la Basílica de Guadalupe. Media hora antes la iglesia empieza a vaciarse de peregrinos. Pero, en lugar de quedarse el recinto en una penumbra solitaria, hoy se llena a tope de una concurrencia entusiasta. Los encargados del mariachi llegan con sus guitarras y se sitúan en el lugar apropiado. Ya está abarrotada la Villa. Viene el Padre, y los conserjes cierran las puertas. Otra vez, como el primer día de su llegada, el Fundador se arrodilla ante la Virgen de América. Luego entona la Salve, que cantan, unánimes, sus hijas e hijos reunidos en esta despedida imprevista. Se queda en el presbiterio, rodeado de sacerdotes. Los hay ya mayores, encanecidos por el trabajo y el tiempo, y muy jóvenes; todos unidos en un solo afecto. Rompen el silencio las guitarras:
«Tuyo es mi corazón, oh sol de mi querer».
Después entonan «La Morenita» y, así, una y otra letrilla. La emoción cunde, porque allí está un gran trozo del alma de México: se han reunido junto al Padre todos los que recorren este camino de fidelidad a Cristo que es el Opus Dei.
Al empezar la tercera canción, el Padre se levanta y sale de la Basílica, mientras sigue sonando otra canción a la Virgen: «¡Gracias, por haberte conocido!... ». Después se hace el silencio. La gente abandona la nave y se apagan las luces. Los coches regresan a la ciudad mientras cae una lluvia fina, casi imperceptible. Se diría que el cielo mexicano también ha sucumbido a la emoción sencilla y entrañable de este adiós.
Al día siguiente, un avión llevará a Monseñor Escrivá de Balaguer camino de Roma. Allá en Montefalco, junto a los viejos muros de la iglesia, quedan unos árboles que ha plantado antes de partir. Pasados los años, cuando el tiempo los haya apuntalado, su sombra dará paz al caminante.
Cerca de Jaltepec, el cuadro que representa a la Guadalupana dando una flor al indio Juan Diego guarda una petición del Fundador:
-«Quisiera morir así: mirando a la Virgen Santísima y que Ella me entregase una flor...
Y, después de un silencio, añade:
-«Sí, me gustaría morir ante este cuadro, con la Virgen dándome una rosa».

Ana Sastre, Tiempo de caminar. Rialp, Madrid, 1990, 2ª ed.