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10 junio 2025

San Josemaría hoy: 1934. Se adscribe a los Filipenses

Don Josemaría arrastró a esas visitas dominicales a algunos de los jóvenes que con él se dirigían espiritualmente, como José Romeo y Adolfo Gómez Ruiz. A estos estudiantes se agregaron otros amigos y compañeros, como Pedro, el hermano de Adolfo, y un estudiante de Filosofía y Letras llamado José Manuel Doménech. Hacia las seis y media de la tarde solía acabar el recorrido de las salas y, junto con el sacerdote, se acercaban al centro de Madrid dando un paseo. Aquellos jóvenes no era gente habituada a faenas de hospital. Salían con el estómago revuelto, con olores fétidos persistentemente prendidos a la ropa y con la memoria de imágenes repulsivas de pus, llagas y miserias de toda clase. Apenas ponían los pies en la calle, más de uno vomitaba de asco. El soportar esa natural repugnancia tenía mucho de meritorio, pues en sus casas disfrutaban, por contraste, de mucha limpieza y bienestar. Tal era la condición de Luis Gordon, que iba al hospital en coche propio.
Probablemente había leído Luis lo que se dice en las Constituciones de los Filipenses. A saber: que el fin de la Congregación es la práctica de las virtudes «en cuanto conduce al consuelo, salud espiritual y corporal de los pobres, sin omitir cosa alguna, por humilde y repugnante que sea, ofreciéndose y siendo necesario mundificar los vasos, barrer y limpiar entre las camas, y otros ejercicios que la práctica advierta». Pues bien, un domingo le tocó acompañar a don Josemaría. Mientras el sacerdote atendía a un tuberculoso, pidió a Luis que le limpiase la bacina. Al verla llena de esputos se le escapó a éste un gesto de repulsión; pero se contuvo y, sin decir palabra, se fue a un cuarto de servicio, al fondo de la sala. Salió inmediatamente detrás de él don Josemaría para ayudarle. Se lo encontró en plena faena. Había echado agua del grifo en el orinal y, con la camisa arremangada hasta el codo, lo estaba limpiando con la mano, mientras decía para sí con rostro de contento: «¡Jesús, que haga buena cara!».
Los cambios históricos rompieron el ritmo de las actividades que los hermanos venían prestando en el Hospital General. A partir del verano de 1932 se produce una laguna en sus ejercicios de caridad. Es indudable que las disposiciones oficiales respecto a los servicios que desempeñaban monjas y religiosos en los hospitales públicos alcanzaron también a los Filipenses. Intentaba el gobierno sustituir a las Hijas de la Caridad por enfermeras profesionales y personal laico. Se trataba, descaradamente, de acabar con las prácticas caritativas de asociaciones católicas, como la Congregación de Seglares de San Felipe Neri; y se llevó a la práctica la suspensión de capellanes de hospital.
Las visitas de los Filipenses, interrumpidas en 1933, se reanudaron más adelante. Y don Josemaría, que en abril de 1932 ya había hecho su adscripción a los Filipenses, solicitó de su órgano directivo ser confirmado de nuevo en la hermandad: «Esta Junta de Ancianos —se le notificó— ha acordado en junta celebrada hoy día 10 de junio por unanimidad absoluta considerarle como hermano de nuestra amada congregación según sus buenos deseos. Madrid 10 de junio de 1934. El Hº Secretario. Tomás Mínguez».
Es muy verosímil que, deseoso de asistir a los enfermos, se acogiese a los derechos adquiridos desde tiempo inmemorial por la Congregación. Y todo parece indicar que, al no disponer los hospitales de capellanes, por haber sido suprimidos por el gobierno, don Josemaría buscaba el amparo de un nombramiento, aunque fuese papel mojado, para prestar asistencia a los pacientes del Hospital General.

Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002.