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En mayo de 1975, después de haber visitado las obras casi concluidas de Torreciudad, recibe al alcalde y a un concejal de Barbastro. Nada más marcharse estos dos ediles, Javier Echevarría y Florencio Sánchez Bella suben al cuarto de estar donde se encuentra Escrivá. Traen una noticia que sin duda le va a apenar: Salvador Canals, Babo, otro de los "mayores" de la Obra, aquel que con José Orlandis fue a roturar el asentamiento del Opus Dei en Roma, acaba de fallecer.
Escrivá cierra y aprieta los ojos. Empieza a llorar mansamente... Con la voz entrecortada, desgrana un responso. Después, sollozando en silencio, va hacia uno de los sillones próximos al gran ventanal que da a la explanada de Torreciudad. Los que están en la sala se sientan junto a él, sin distraer su recogimiento. Reza y evoca. Evoca y reza. Al cabo de un rato, como en desahogo, les dice:
- Yo os quiero a todos igual..., a todos igual..., pero tenéis que comprender que con Babo ¡han sido tantos años!... Es natural que su muerte me afecte de manera especial... Es un golpe duro... Y eso que, cuando salí de Roma, ya sabía que Babo se moría. Hasta dejé todo dispuesto, ¿verdad, Álvaro?, para que sus funerales sean en el Tiburtino... Estuve a verle en la clínica, pocos días antes de venirme. Como quería llevarle unos dulces que yo sabía que le gustaban mucho, y no conseguía acordarme de cuáles eran, encargué a uno de los que trabajan en Villa Tevere que preguntara en su casa y comprase una caja de esa clase de dulces. Eran "frutas escarchadas". Este compró una caja pequeña. Cuando me quedé solo, tuve una corazonada... Llamé a las de la administración de Villa Sacchetti: les pedí que fueran a una pastelería y comprasen otra caja mayor, que tuviese frutas grandes. La trajeron enseguida.
Álvaro y yo fuimos a la clínica. Ya os podéis imaginar la alegría, la cara de contento con que nos recibió Babo. Tomó la caja, la abrió, nos ofreció... Álvaro y yo cogimos unos trozos pequeños. El miró las frutas, con ojos golosos, y escogió una pera gorda, bien gorda... ¡Qué alegría me dio! Pensé: "desde luego, si llego a traerle la cajita pequeña, ¡me luzco!". Además, como las madres, al verle con apetito..., me hice ilusiones. Pero, al salir de la habitación, el médico nos quitó toda esperanza: tenía el corazón muy mal.
Escrivá saca el pañuelo, se quita las gafas y se seca los ojos. Ha anochecido. El silencio se apodera de todo. El Padre mira, uno a uno, a los que están allí con cara de circunstancias. Se detiene en César Ortiz Echague. Como si quisiera transmitirle su emoción, exclama con fuerza:
- Hijo, el Opus Dei es el mejor sitio para vivir y el mejor sitio para morir... Te aseguro que ¡vale la pena!
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.