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No se pide nada superfluo, ni nada excepcional, ni nada imposible. Escrivá había advertido desde el primer momento que la figura de los Institutos Seculares no era la idónea para el Opus Dei: corrían el riesgo de ser asimilados a los religiosos o considerados como personas de vida consagrada.
Durante años, con las mejores palabras, con los más sólidos argumentos, bien pertrechado de paciencia, pero sin cejar en su empeño, el fundador reclama de la Santa Sede una formulación jurídica clara, basada en el derecho ordinario de la Iglesia, y no en privilegios, que garantice la naturaleza plenamente laical del Opus Dei y, por tanto, la legítima autonomía de cada uno de sus miembros para desempeñar cualquier trabajo honesto y para profesar y expresar sus ideas personales en las cuestiones sociales, políticas, económicas, culturales, artísticas...
Apremiado por esta necesidad, el 25 de mayo de 1962, ha escrito una extensa carta a sus hijas e hijos que ocupan cargos de gobierno en el Opus Dei. Trata este tema. Y lo hace, tocando el fondo, como una cuestión de justicia con los miembros de la Obra: "Para mí (...) no es sólo un problema de fidelidad al querer divino, sino también de justicia con vosotros todos (...) Antes de admitiros en la Obra, también por razón de justicia, a cada uno de vosotros se os explicó bien -para que vuestra decisión fuera consciente y libre- que no ibais a ser religiosos ni personas equiparadas a los religiosos. Se os dijo que conservaríais en todo vuestra íntegra personalidad y vuestra condición de laicos corrientes (...) que, al venir al Opus Dei, no cambiaríais de estado, sino que continuaríais con el que tuvierais; y que vuestra vocación profesional y vuestros deberes sociales seguirían siendo parte integrante de la vocación divina que habíais recibido
'¿Cómo podría yo ahora cometer la iniquidad de obligaros a seguir una vocación diversa? No, no podría exigiros eso de ninguna forma, y ni siquiera podría pediros -recurriendo a argumentos poco leales, que violenten la libertad de vuestras conciencias- que renovéis vuestro compromiso con la Obra, abrazando una vocación que no es la que hemos recibido de Dios.
'Ni yo puedo hacer eso con vosotros, ni nadie puede hacer eso conmigo. (...). Eso -además de ser humanamente una villanía- sería una falta grave contra la moral cristiana, contra la ley divina positiva y aun contra la misma ley natural (...). Hay en mi alma una gran devoción a San Francisco, a Santo Domingo, a San Ignacio; pero nadie en el mundo me puede forzar a hacerme franciscano, dominico o jesuita. Como nadie me puede obligar a tener mujer, a que me case (...). En la vida espiritual cuenta la gracia de Dios, su voluntad, su querer, que señalan un camino y una misión (...) ¿Quién podrá cambiar esa vocación divina?".
Urgido por "el gravísimo compromiso de defender la integridad de nuestra espiritualidad, de nuestra vocación, de nuestra condición de simples fieles", y no queriendo ser como esos perros mudos que no se atreven a ladrar, canes muti, non volentes latrare, Escrivá repite estos y otros argumentos ante el cardenal Ángelo Dell'Acqua, entonces sustituto de la Secretaría de Estado, con el ruego de que transmita sus palabras al Papa. Como ve cercano el peligro de que en el aula conciliar se equipare a los miembros de los Institutos Seculares con los religiosos, al hablar con Dell'Acqua, Escrivá utiliza el tono más enérgico que la cortesía y el respeto le permiten: "No hay autoridad en la tierra -porque sería un atentado a la libertad que defiende la Iglesia en sus leyes y que está penado gravemente- que pueda obligarme a ser religioso o a contraer matrimonio. De acuerdo con las normas canónicas, una decisión de este género, además de estar penada con la excomunión, sería absolutamente inválida".
Esas palabras tienen efecto. El 10 de octubre de 1964, durante una audiencia con Pablo VI, el Papa da a entender a Monseñor Escrivá que la solución jurídica para la Obra puede salir en breve, en alguno de los documentos conciliares que se están elaborando.
Y así es. En el Decreto sobre los Presbíteros (Presbyterorum Ordinis), de 7 de diciembre de 1965, ya se sugieren e incluso se recomiendan las "prelaturas personales" para "obras pastorales peculiares". Esa es la fórmula idónea. El camino, pues, está abierto. Y, aunque sea Juan Pablo II, diecisiete años después, quien erija el Opus Dei en Prelatura Personal, es de rigor decir que "el traje a la medida" se confeccionó en el Concilio Vaticano II.
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.