-
Al día siguiente, 17 de mayo, volvió de nuevo a rezar a la Villa, y se emocionó al contemplar la muchedumbre de gentes que se acercan habitualmente hasta la puerta de la Basílica caminando de rodillas por la explanada. Muchos son campesinos que vienen andando descalzos desde lugares lejanos; o inditas que traen a sus hijos pequeños arrebujados a la espalda, según la costumbre local; o enfermos, que llegan acompañados por sus familiares...
A partir de ese día 17 pudo rezar de forma más discreta, porque nos facilitaron una tribuna situada sobre el presbiterio, a la que se accedía por una escalera de caracol de peldaños desiguales. De ese modo el Padre podía rezar sin llamar la atención de los fieles. Le acompañábamos don Álvaro del Portillo, don Javier Echevarría, Alberto Pacheco, Adrián Galván y yo.
Presididos por esa súplica ferviente a la Virgen, fueron pasando los días de aquella novena, que solía ser más o menos así: al comienzo, el Padre hacía la oración en voz alta. De vez en cuando se quedaba en silencio y rezábamos un misterio del Rosario.
Luego seguía rezando, y a continuación recitábamos uno a uno los misterios, hasta completar las tres partes.
Desde lo alto de esa tribuna la imagen de la Virgen quedaba muy cerca del Padre, que iba dirigiendo a Nuestra Señora su oración confiada.
Da mucha alegría contemplar con los ojos -físicamente- y con el entendimiento y con el corazón -dijo en su oración, el quinto día de la Novena, mirando la imagen de la Guadalupana- a esta Madre de Dios y Madre nuestra, que siempre está pendiente de sus hijos: ha vivido ¡y vive! para dar paz, felicidad y fortaleza a los demás.
Nosotros venimos aquí a pedir con mucha confianza; a pedir y a sentirnos muy hijos de Dios, porque Ella es la Madre de Dios.
¿Habéis visto cómo corre la gente detrás de un personaje, de una reina? Se entusiasman todos con haberla visto pasar; y, si les mira, se llenan de un gozo que no cambiarían por nada del mundo; y lo cuentan, y lo repiten. El pueblo corre por un personaje de la tierra, Madre mía, ¡y Tú eres la Reina del Cielo y de la tierra!
Venimos con mucho cariño, pero en ocasiones parece que no sabemos decirte nada: y eres -insisto- la Madre, la Reina que todo lo puede. Yo os aconsejo, en estos momentos especialmente, que volváis a vuestra edad infantil, recordando, con esfuerzo si es preciso -yo lo recuerdo claramente-, el primer acto vuestro en el que os dirigisteis a la Virgen, con conciencia y voluntad de hacerlo. Rezad ahora con la misma confianza de entonces, sirviéndoos, si es necesario, de aquellas oraciones ingenuas y piadosas que aprendisteis de labios de vuestras madres.
En España, hace tiempo -imagino que también ahora- se decía: rezarle a la Virgen. Y cuando llegaba el mes de mayo, todos le llevaban flores; yo también lo hacía lo mismo que este maravilloso pueblo mexicano. Señora nuestra, ahora te traigo –no tengo otra cosa- espinas, las que llevo en mi corazón; pero estoy seguro de que por Ti se convertirán en rosas.
¡Cuántos hijos míos, en todos los lugares del mundo, hoy mismo, te llevarán flores!, y se unirán a esta petición mía que, con tanto dolor, te presento. No dejes de escucharnos pronto: ¡corre prisa! Y aquí, en este México por Ti bendito, donde hay rosas espléndidas durante todo el año, en este detalle material encontramos otro motivo para hablar contigo y para rogarte que consigas que, en nosotros, en nuestros corazones, cuajen a lo largo de todo el año rosas pequeñas, las de la vida ordinaria, corrientes, pero llenas del perfume del sacrificio y del amor. He dicho de intento rosas pequeñas, porque es lo que me va mejor, ya que en mi vida sólo he sabido ocuparme de cosas normales, corrientes, y, con frecuencia, ni siquiera las he sabido acabar; pero tengo la certeza de que en esa conducta habitual, en la de cada día, es donde tu Hijo y Tú me esperáis.
Al recordar ahora ese primer hecho de infancia, cumplido con voluntad de rendirte homenaje, me resulta más fácil, Madre Mía, cogerme de tu mano con audacia y con seguridad. Ahora hago lo mismo que entonces, aunque en esta tribuna de esta iglesia tuya estoy materialmente más alto que Tú -ya me entiendes lo que digo, porque bien sé que soy de hojalata pobre, y lo que ocurre siempre es que lo que no tiene valor flota, sube con facilidad hacia arriba; lo que es bueno, el oro, está oculto, sirve de base y fundamento-; perdóname, Madre mía, porque al hablar así sólo quiero suplicarte que me veas, que me mires. Aquí estoy, porque ¡Tú puedes!, porque ¡Tú amas!
Siguió haciendo requiebros de amor a la Virgen y suplicando por la Iglesia. Y poco después comentó: Te amamos en todas las imágenes. Todas tus imágenes nos enamoran. Pero hemos venido aquí, donde Tú te dignaste dejar los rasgos que reflejan tu amor a los que somos tus hijos. En Torreciudad quiero poner –porque estoy seguro de que nos oirás- la fecha de esta novena, con un mosaico espléndido de tu imagen, allí junto a los confesonarios, donde obrarás tantos milagros maravillosos, para convertir a las almas al amor de tu Hijo (...).
Si me escuchas, yo daré el primer beso a ese mosaico, con todo el amor de un hijo agradecido. Estaremos presentes, en acción de gracias, los cinco que ahora rezamos aquí. Y si no estoy yo, porque no viva, será el más antiguo de nosotros en la Obra. Querría dártelo yo, que no siento apego alguno a la vida: me interesa exclusivamente el amor de Dios y el tuyo. Trabajo con estima a la vida, porque así puedo traerte almas; si es sólo para tu Hijo y para Ti esta entrega mía, ¿cómo puedo tener apego a la vida?; aunque si el Señor no dispone otra cosa, pienso que es mejor que me quede en la tierra, para amarte más y para acercar más almas a Ti.
Pero ahora me doy cuenta. Ha sido un primer impulso del fuego de mi amor. Madre: no pongo condición ninguna, ¿cómo me atreveré a hacerlo? La imagen estará allí, y aquí hay cinco testigos, para que sepan todos que la colocaremos. Además, ¿cómo voy a fijar condiciones, si Tú nos alcanzarás, antes, más y mejor, lo que de Ti esperamos y lo que te pedimos?
Pedro Casciaro, Soñad y os quedareis cortos.