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22 abril 2025

San Josemaría hoy: 1941. Muere la Abuela, doña Dolores

Dejé a mi madre, en Madrid, bastante enferma. Pide al Señor, para que, si es su Voluntad, no se me la lleve aún: me parece que Él y yo la necesitamos en la tierra.
Veinticuatro horas más tarde, repentinamente, la enfermedad de la Abuela se agravó, con todos los síntomas de pulmonía traumática. Se le llevaron los últimos sacramentos y en la madrugada del 22 de abril entraba en lenta y plácida agonía. Hasta el punto que «la mañana antes de su muerte —cuenta Santiago Escrivá de Balaguer— yo entré en su habitación a despedirme para ir a la universidad, como todos los días».
Agonizaba la Abuela cuando don Josemaría estaba preparando una plática para los sacerdotes en el seminario de Lérida, con la intención de tocar el papel que ha de desempeñar la madre del sacerdote en la vida de su hijo, como él mismo refiere:
A mitad de los ejercicios, a mediodía, les hice una plática: comenté la labor sobrenatural, el oficio inigualable que compete a la madre junto a su hijo sacerdote. Terminé, y quise quedarme recogido un momento en la capilla. Casi inmediatamente vino con la cara demudada el obispo administrador apostólico, que hacía también los ejercicios, y me dijo: don Álvaro le llama por teléfono. Padre, la Abuela ha muerto, oí a Álvaro.
Volví a la capilla, sin una lágrima. Entendí enseguida que el Señor mi Dios había hecho lo que más convenía: y lloré, como llora un niño, rezando en voz alta —estaba solo con Él— aquella larga jaculatoria, que tantas veces os recomiendo: fiat, adimpleatur, laudetur... iustissima atque amabilissima voluntas Dei super omnia. Amen. Amen. Desde entonces, siempre he pensado que el Señor quiso de mí ese sacrificio, como muestra externa de mi cariño a los sacerdotes diocesanos, y que mi madre especialmente continúa intercediendo por esta labor.
El gobernador civil de Lérida, Juan Antonio Cremades, conocido de los tiempos de Zaragoza, puso un coche a su disposición. Pero, por una serie de percances, no llegaron a Madrid hasta las cuatro de la madrugada. Entró don Josemaría en el oratorio de Diego de León donde estaban velando los restos mortales de doña Dolores. Después de un llanto reportado y sereno ante el cadáver de su madre, pidió a Álvaro que le ayudase a recitar juntos un Te Deum.
Salió fuera del oratorio, y le explicaron, con cierto detalle, la defunción de la Abuela, mientras protestaba en voz baja, filialmente, al Señor: Dios mío, Dios mío ¿qué has hecho? Me vas quitando todo; todo me lo quitas. Yo pensaba que mi madre les hacía mucha falta a estas hijas mías, pero me dejas sin nada ¡sin nada! A continuación se preparó para decir la misa corpore insepulto. A esa misa siguieron otras celebradas por sacerdotes amigos. Por la tarde fue el entierro. Presidían el duelo, al lado de don Josemaría, su hermano Santiago y fray José López Ortiz. Doña Dolores recibió sepultura en el cementerio madrileño de La Almudena.
Y el Fundador quedó con la firme convicción sobrenatural de que la muerte de su madre estaba ligada a la labor con los sacerdotes, como deja entender en las cartas de esas fechas:
He agradecido con toda el alma su cariñoso pésame con motivo del fallecimiento de mi madre (q.e.g.e.). Ha sido para mí un golpe duro y, a la vez, muy consolador; porque me ayudó siempre con cariño en mi labor sacerdotal, y ya habrá recibido de Dios nuestro Señor su recompensa.
De nuevo se repetía la lección de que, en su vida, Dios le hacía ir por delante de sus hijos. Si no pudo estar presente al morir don José, tampoco ahora, al fallecer su madre. De forma que, cuanto más meditaba en estos dos sucesos, más clara sacaba la enseñanza de que también en ese desprendimiento tenía que dar ejemplo. Porque el día de mañana, muchos de sus hijos, en tierras lejanas a causa de la expansión de la Obra, se encontrarían ausentes al morir sus padres.
A los dos días del entierro —refiere José Luis Múzquiz— dirigió una meditación en el oratorio donde se había velado el cadáver. Mirando al Sagrario, como frecuentemente hacía, y aceptando plenamente la voluntad de Dios, oraba así:
Señor, estoy contento de que hayas tenido esta confianza conmigo, pues aunque se procure que mis hijos estén junto a sus padres cuando mueran, no siempre será posible por necesidades del apostolado. Y has querido, Señor, que en esto vaya yo también por delante.

Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. III). Rialp, Madrid, 2003.