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Don Josemaría, como va dicho, confiaba la dirección espiritual de esas mujeres a algunos sacerdotes del grupo que le seguía, aunque nunca llegaron éstos a captar el espíritu de entrega a Dios en medio del mundo. Por fuerza de las circunstancias —tres años de aislamiento durante la guerra civil—, en sus almas se había operado un fuerte cambio de orientación, en lo concerniente a la vida interior. En aquel azaroso período se interrumpió la formación que habían recibido por parte del Fundador, siendo sustituido el vacío por una espiritualidad muy alejada del carácter secular propio de la Obra. En realidad el fallo, como indica el Fundador, había de achacarse a los sacerdotes encargados de atender a esas vocaciones de mujeres: de tal modo —escribe— que tuve que prescindir de ellas en 1939, por el bien de la Obra y de sus propias almas. Fue, para ser preciso, el 28 de abril cuando comunicó a una de ellas, a Ramona Sánchez, sus proyectos de prescindir inexorablemente de todas las chicas; y de que debían seguir otro camino, religiosas o el matrimonio, encargándole que lo dijese de su parte a las otras. Después —cuando ya habían dejado la Obra— ayudó a algunas, a las que quisieron, a entrar en Congregaciones religiosas. Así, don Josemaría se determinó a empezar ex novo.
La consecuencia de aquella renovación fue que una de las dos vertientes de la Obra, la de las mujeres, quedó en blanco, salvo una excepción: Lola Fisac. Lola había pedido la admisión en mayo de 1937, cuando el Fundador estaba refugiado en el Consulado de Honduras. Al salir de su refugio con su flamante nombramiento de Intendente General del Consulado, don Josemaría pensó seriamente en hacer un viaje a Daimiel, el pueblo de la Mancha en que se encontraba Lola. Tenía la intención de llevarle el Santísimo para que comulgasen ella y su hermano, que también estaba escondido en la casa. Pero se precipitaron los acontecimientos y no pudo realizar el viaje hasta que la guerra hubo concluido.
Dos años más tarde vería cumplido su deseo. El 18 de abril de 1939 salió el Padre para Daimiel y durmió en casa de los Fisac, donde se le preparó, lo mejor que pudieron, un dormitorio en el salón de la casa, con un gabinete para trabajar o recibir. En cuanto a la misa, todas las iglesias del pueblo estaban cerradas al culto. Habían sido saqueadas o profanadas. Solamente un sacerdote pudo escapar a la matanza de clérigos y religiosos. Este sacerdote guardaba en su casa un juego de ornamentos y tenía altar portátil. Allí celebró misa don Josemaría, al día siguiente de su llegada, por las intenciones de la familia Fisac.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002.