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2 marzo 2025

San Josemaría hoy: 1967. Don Álvaro enferma del hígado y el Padre sufre una parálisis facial

Don Álvaro cae enfermo. Tiene cuarenta grados de fiebre. El Padre se acerca a la cabecera de su cama y, viéndole tan mal y tan preocupado porque "llega el sábado... y la hora de los salarios", le pregunta:
- Alvarico, hijo ¿y qué pasa... que puede pasar, si por una vez no les pagamos, y esperamos hasta que tengamos el dinero?
- ¿Qué puede pasar?... A mí, ir a la cárcel no me importa. Pero está por medio la honorabilidad de la Obra.
- Pues, entonces... levántate y ve a buscar ese dinero donde sea.
Mientras aguardaba el regreso de don Álvaro, Josemaría Escrivá había ido, como tantas veces, a pedir a sus hijas una batida intensa de oraciones por esa gestión. Se le veía profundamente afectado:
- ¿Seré yo un canalla?... A Álvaro lo estoy matando... Pero no tenemos otra solución: él es el único que puede ir a los bancos y dar la cara y resolverlo. Con una partecica, sólo con una partecica, de lo que él lleva sobre sus hombros, yo ya me habría muerto...
Después, para quitar hierro a la tensa situación, agrega con su buen humor de siempre:
- La enfermedad que tiene mi hijo Álvaro se le curaría enseguida, si sobre el hígado le pusiéramos un buen fajo de liras... O mejor: ¡de libras esterlinas!
Al rato, Del Portillo vuelve de la calle. El Padre sale a su encuentro:
- ¿Lo traes?.
- Sí, Padre.
- ¿Y cómo lo has conseguido?
- Como siempre, Padre: obedeciendo.
Al fin, y recurriendo a las páginas amarillas del listín telefónico, consiguen encontrar una empresa constructora, de la que es propietario Leonardo Castelli. Este hombre ve los trabajos emprendidos y la envergadura de lo que se proponen acometer. Entiende que no es un proyecto humano de circunstancias, sino que ha de hacerse a conciencia, porque es una obra que debe perdurar siglos. Se fía de la honradez de don Álvaro... y decide actuar como contratista: Castelli abonará el sueldo a los obreros, cada semana. Incluso, refuerza el número de operarios para que den mayor impulso y rapidez a la construcción. Así, Del Portillo tendrá que afrontar la factura de Castelli cada sesenta o noventa días. La deuda no mengua, pero el plazo para pagar es más holgado.
Pero nadie baja la guardia. Todos en la casa se aprietan el cinturón. Madrugan, porque han de ir a pie a la universidad. Uno lee en voz alta la asignatura y los demás estudian, a ritmo de footing callejero. Una cajetilla de veinte cigarrillos, troceada con habilidad y precisión, permite obtener hasta sesenta mini-pitillos. ¡Más cornás da el hambre! Y todo lo llevan con un garbo formidable.
Como la villa es grande, tiene siete puertas a la calle. Dejan sólo dos de ellas al uso y clausuran las otras. Pero el dinero no les llega ni para que el tío Carlo, un carpintero que conocen de Città Leonina, confeccione unas guardas con tablas de cajón. Les hace la mitad. Y, pasado el tiempo, termina su trabajo. Mientras, con periódicos y sacos tapan las junturas y las rendijas, para burlar el frío.
Por entonces, en marzo del 48, Josemaría Escrivá sufre una parálisis facial a frigore; pero sólo se enteran tres personas. Jamás le gustó preocupar a nadie con sus dolencias. Él mismo lo contaría, pasado mucho tiempo:
- Yo también he estado con la cara así, hace veintitantos años. Hay tres testigos de esto, en Roma. Pero no fue una broma del ambiente: fue que no teníamos dinero para la calefacción, y allí había una humedad morrocotuda...
Pilar Urbano. El hombre de Villa Tevere. Plaza y Janés, Barcelona, 1995, 7ª ed.