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16 marzo 2025

San Josemaría hoy: 1943. El milagro más grande

Hasta que algunas de las empleadas hicieron de ese trabajo doméstico el medio profesional de su santificación y apostolado en el Opus Dei, pasaron cerca de cuatro años.
Tan feliz etapa también tuvo sus principios en la época de los "desastres". A poco de comenzar el curso, con cerca de un centenar de residentes, un grupo de empleadas vascas regresaron desilusionadas a su tierra. Don Josemaría se fue inmediatamente a ver a la Madre General del Servicio Doméstico. No estaba la Superiora, pero expuso el caso a la Madre Carmen Barrasa, que prometió enviar cuanto antes alguna ayuda.
Por fortuna acababa de enterarse la religiosa de que Dora, empleada en casa de los duques de Nájera, estaba libre por esos días. Era realmente una chica excepcional y la Madre Barrasa estaba dispuesta, de verdad, a hacer un favor a don Josemaría. Habló con Dora, y tanto le insistió que, aunque no llegó a convencerla, consiguió al menos que se fuese por una corta temporada a la Residencia de la Moncloa.
Con un par de maletas y un buen vestido se presentó en la Moncloa, ante la mirada un tanto sorprendida de Encarnita. Después de decirle que venía de parte de la Madre Barrasa hizo breve mención de su currículo profesional. Tenía 29 años, se llamaba Dora del Hoyo, había nacido en Riaño (León) y trabajado en varias casas particulares; últimamente en la de los duques de Nájera. (Lo que no contó Dora es que si estaba allí era por no dejar mal a la Madre Barrasa; ni que pensaba volver pronto a casa de los Nájera).
En cuanto Dora recorrió la zona de la administración se dio cuenta, sin necesidad de explicaciones, del abundante trabajo y de la escasez de mano de obra que allí reinaban. A la recién llegada le dio mucha pena ver a aquellas mujeres jóvenes, con unas empleadas inexpertas y con faena hasta las cejas. Porque el sueldo era ajustado, los dormitorios del servicio —como era entonces corriente—, comunes; y todo se contaba por centenares: ropa que lavar o comida que preparar y servir. Y todo, ¿para qué?
Inconscientemente, debió retenerla la callada lección de aquellas administradoras azacanadas con alegría y señorío en el trabajo, por servir a estudiantes desconocidos. Y eso es lo que movió a Dora: su compasión; tener un corazón muy grande. En los veranos, durante la época de la recolección, pedía permiso para ir al pueblo, a echar una mano a los de su familia en las faenas agrícolas, mientras la familia donde servía marchaba de veraneo.
Al cambiarse de ropa pasó la primera prueba de fuego. Acostumbrada a los uniformes de doncella de casa adinerada y aristocrática, limpios, bien planchados y con encajes, algo muy extraño sintió al embutirse en una bata que no le sentaba nada bien.
«Bueno, hoy me quedo y ayudo lo más que puedo, pero mañana me marcho» pensaba Dora. Llegaba el domingo y se iba a ver a la Madre Barrasa para decirle que dejaba aquel empleo. La buena religiosa, que sospechaba las intenciones de Dora, la esquivaba maravillosamente. De manera que dejaba, de una semana a otra, la ocasión de romper.
El pundonor profesional, sin seria preparación, le hacía demorar la resolución de irse definitivamente de esa Residencia. En el fondo Dora era un regalo de Dios, como refiere Encarnita, pasmada por sus saberes y virtudes domésticas: «Dora tenía un corazón de oro y trabajaba divinamente: dominaba la plancha, la tintorería, la costura; limpiaba con extraordinaria perfección; servía la mesa sin el menor fallo; sabía mucho de cocina. Y además su comportamiento era respetuoso, natural, y sabía enseñar a las otras chicas con autoridad pero unida a una gran delicadeza. Es verdad que tenía un carácter fuerte, pero también luchaba por dominarse.
La primera semana que decidimos hacernos cargo de la ropa, Dora propuso almidonar las pecheras de todas las camisas blancas, que era la última moda. Aun sin planchero, organizó el trabajo aprovechando minutos libres: un rato por la tarde y otro por la noche y utilizando las mesas del comedor y la placa de la cocina. Fue enseñando a las demás chicas que no sabían hacerlo y la idea tuvo éxito ruidoso entre los residentes. Se había ido encariñando tanto con la casa, que decidió no marcharse hasta que el curso terminara».
Tan pronto estuvo organizado todo el servicio y funcionando sin mayores problemas la administración de la Residencia, el Padre, que les hacía una visita semanal, animó a sus hijas para que preparasen espiritualmente, más a fondo aún, a las empleadas del hogar, por si Dios, en su bondad, concedía a algunas la posibilidad de seguir esa tarea profesional ya como fieles de la Obra. «Desde aquel momento —cuenta Encarnita— la vocación de Dora ocupó muchas horas de nuestra oración y del trabajo; nuestro Padre la llevaba encomendando más tiempo».
Cuando se instaló en Bilbao la Residencia de Abando, en 1945, allá fueron voluntarias Dora del Hoyo y Concha Andrés. El 18 de marzo de 1946 pidieron ambas por carta al Padre incorporarse al Opus Dei. Las recibió al día siguiente, fiesta de San José; y, según dijo el Padre, «aquellas dos cartas habían sido el mejor regalo de todos los días de su santo».

Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002