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El 14 de marzo dejó el sanatorio, provisto de un testimonio médico que decía: «Madrid 14 de marzo de 1937. Con fecha de hoy sale de este Sanatorio Don José María Escriba Albas. En la actualidad no está curado del todo por lo que se le impide toda clase de trabajo, preocupaciones, viajes y demás clases de actividades.
En el Sanatorio ha estado acompañado de su hermano Santiago de 15 años de edad quien convendrá siguiera acompañándole.
El Director Dr. A. Suils coleg 4245».
Una vez celebrada la Santa Misa y administrada la Comunión, el sacerdote —cuenta la marquesa de las Torres de Orán— les entregó unos pedacitos sueltos de papel de fumar, doblados de modo que pudiesen consumir las Sagradas Formas, que allí había, sin tocarlas, y comulgar así los días después de su marcha.
De estar bajo la protección del Dr. Suils pasó a la de D. Pedro Jaime de Matheu Salazar, diplomático salvadoreño, que desempeñó en esa época el cargo de Cónsul General Honorario de la República de Honduras. La residencia consular estaba en el 51 duplicado (luego 53) del Paseo de la Castellana. Aquel edificio prometía, por su aspecto y fachada exterior, unos regalos de los que carecía totalmente por dentro. El vestíbulo de entrada, en el primer piso, aunque amplio, tenía muy poca luz y unos cuantos muebles viejos que le daban aire de abandono. A mano izquierda, por una puerta de cristal emplomado, se entraba a un gran salón desmantelado, que tenía un amplio mirador con vistas al paseo de la Castellana; pero estaba terminantemente prohibido asomarse a la calle. Contiguo a este salón había otra pieza, abarrotada con muebles antiguos o modernos de buena calidad. Era evidente que la familia del cónsul había acumulado allí sus mejores enseres para hacer sitio a los refugiados en las demás habitaciones del piso. Junto al cuarto de paso del vestíbulo había también un amplio cuarto de baño, que era el único de que disponían los asilados.
Del otro lado del vestíbulo la disposición era diferente. Un largo corredor, con puertas a ambos lados, daba a otras tantas habitaciones ocupadas por grupos o familias de refugiados. En un principio, cuando llegaron el Padre y su hermano en un coche con bandera hondureña, no había allí habitación disponible. Todas las noches el gran salón, que servía de comedor y tenía una enorme mesa circular, se convertía en "cama redonda", cuando los refugiados sin cuarto desplegaban los colchones debajo de la mesa.
A los tres días de llegar escribió el Padre de nuevo a sus hijos en Valencia, comunicándoles su nuevo refugio:
Vi al pobre Josemaría y me aseguró que ya no está en el manicomio (es su manía de ahora) y que se ha metido en honduras. Está muy contento. El Doctor me deja verle a diario.
(Es decir, todos los días celebraba la Santa Misa).
En la última semana de marzo se presentaron a visitarle en el Consulado Carmen y doña Dolores:
Vino a verme la abuelita, y mi hermana también vino antes: supón la alegría —dice a los de Valencia—, después de tanto tiempo sin vernos. ¡Qué será, cuando el pobre loco pueda abrazar a sus hijos!
La impresión que a aquellas dos mujeres produjo el encuentro fue desconcertante, aun dentro de la alegría, porque doña Dolores, en el Consulado, no reconoció al hijo más que por la voz, que era lo único que no había cambiado. Tan breve encuentro no sirvió más que para remover su corazón; al gozo de la visita siguió la tristeza de la separación:
¿Sabéis —a la vejez, viruelas— que tengo muchas ganas, muchas, de dar un abrazo a la abuelita, y quizá no va a ser posible? La he visto diez minutos, en nueve meses: y ahora parece que la quiero más, lo mismo que a tía Carmen, porque han defendido muy bien mis cosas y porque, cuando las vi, las encontré muy estropeadas, aviejadas. Además: ¿quién sabe, si no será preciso pedirles algún otro sacrificio?
Esta idea de buscar la colaboración, directa y entregada, de doña Dolores en los apostolados de la Obra se irá abriendo paso rápidamente en su cabeza, porque a la semana siguiente insiste a los de Valencia:
Os pido que os acordéis de la abuelita, porque ella se acuerda mucho de vosotros; y además porque las circunstancias la han metido en medio de sus nietos... ¡y quién sabe si estará dispuesto que les dedique, como yo, el tiempo que le quede de vida! Es para pensarlo despacio.
En la entrevista con su madre le pidió que de nuevo quedase como depositaria del famoso baúl, que contenía el archivo de la Obra. Unos días antes de salir del sanatorio lo había enviado a la calle de Caracas, indicando a Isidoro que llevase a la abuela todos los papeles y cartas para que en el futuro ella los guardase en el baúl.
Pero llegó un momento en que no cabían en él más papeles. Entonces, doña Dolores fue sacando lana del colchón, remplazándola por papeles. Hasta que vino a suceder —cuenta Santiago, recargando ligeramente las tintas— que «en el colchón en el que dormía mi madre había más papeles que lana». No se dieron registros. Mas, de cuando en cuando, aparecían los milicianos por la casa pidiendo mantas y colchones para el frente. En tales ocasiones la abuela se metía rápidamente en cama simulando una enfermedad.
En el mejor de los casos la vecindad con los milicianos era algo como para echarse a temblar. Frente a la casa tenían el Monasterio de la Visitación, convertido ahora en cuartel de la brigada anarquista "Espartacus", y una checa de la C.N.T.; y, no muy lejos, la checa de la Inspección General de Milicias Populares, con otra dependencia en la calle de Caracas. Por esos días, a poco de refugiarse el Padre en el Consulado de Honduras, sucedió que doña Dolores se vio obligada a abandonar por unas horas el baúl, alejándose de allí, porque en una de las refriegas que se produjeron entre comunistas y anarquistas se corría el peligro de que volasen el polvorín de la brigada "Espartacus". De ser así, se hubiera llevado medio barrio al otro mundo.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002