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La carta a los del Consejo General, de 7 de febrero, está cargada de alegría. El Decretum laudis, les anuncia, es cuestión de días: la cosa parece felizmente acabada. En cuanto a Villa Tevere, el Padre seguía armado de un sano escepticismo, aunque, como refiere, los acontecimientos de última hora hacían renacer nuevas esperanzas:
El asunto de la casa es una pesadilla. Si se presenta una ocasión oportuna, haremos el contrato, para pagar en tres meses, como ya os anuncié. Esta mañana llamó por teléfono la duquesa Sforza —la conocimos por el embajador Sangróniz— ofreciendo una villa: ayer vino un intermediario, con varias, y, por teléfono, nos habló anoche el avvocato D’Amelio de otra casa más. Veremos.
Sí que surgieron esperanzas, porque el diario de Città Leonina registra que el 8 de febrero salieron a ver casas y que una de las que podían interesar era una villa en el Parioli, que había ocupado la Embajada de Hungría. Estaba sito el inmueble en viale Bruno Buozzi 73. El propietario de la villa era el conde Gori Mazzoleni, que tenía amistad con la duquesa Sforza-Cesarini, y deseaba tratar directamente con el posible comprador, lo cual era una gran ventaja para éste, pues los intermediarios hacían subir los precios de manera notable. El Fundador la recorrió de arriba abajo. Enseguida se dio cuenta de que respondía a las necesidades previstas, e informó de ello a Mons. Montini, que le comentó: «no dejen escapar esa casa, porque al Santo Padre le dará mucha alegría que estén ustedes ahí. El Santo Padre la conoce, porque, cuando era Cardenal Secretario de Estado, ha ido allí a visitar al Almirante Horthy, entonces regente de Hungría».
Decidido a adquirirla, el Fundador encargó a don Álvaro hacer las gestiones precisas con los abogados del propietario, sin olvidar lo que con motivo de la busca decía a sus hijos: Pongámonos en el lugar de un padre de familia que tuviese que comprar una casa que cuesta varios millones.
«En las primeras negociaciones —refiere don Álvaro— logramos reducir mucho la cantidad que había fijado el propietario; sin embargo, no disponíamos ni siquiera de esa cifra. Aparte de pedir ayuda a amigos y conocidos, pensamos en hipotecar la casa, pero para eso necesitábamos tener el título de propiedad, que, a su vez, no se podía conseguir sin pagar al menos una parte del precio»|.
Quedaron pendientes los tratos hasta que el Padre se resolvió a decidir inmediatamente la cuestión de la casa.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. III). Rialp, Madrid, 2003