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Saturnino y Prudencia, en cuya casa se hospedaba el sacerdote, tenían sobradas ocasiones de charlar con el huésped. Don Josemaría quería corresponder de algún modo a los favores de esa familia. Le dolía, especialmente, el que su hijo no pudiera asistir a las clases en las que preparaba a un grupo de niños para la Primera Comunión. El muchacho salía de casa, muy temprano, con sus cabras y no volvía hasta el anochecer. El Regente terminó explicándole el catecismo por la noche. Después de una corta temporada, para ver si estaba preparado, le preguntó:
— Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?
El chiquillo se defendió, prudentemente, antes de aventurarse a contestar:
— ¿Qué es ser rico?
El sacerdote le explicó, lo mejor que pudo, que ser rico consistía en tener mucho dinero, mucha ropa, muchas tierras, vacas muy gordas y cabras muy lucidas:
— ¿Qué harías si fueras rico? —insistió don Josemaría—.
El muchacho tuvo una súbita inspiración, se le iluminaron los ojos y exclamó:
— Me comería ¡cada plato de sopas con vino!...
Se quedó muy serio el Regente al oír la respuesta, pensando para sus adentros: Josemaría, está hablando el Espíritu Santo. Porque todas las ambiciones de este mundo, por grandes que sean, no pasan de ser un prosaico plato de sopas, nada que valga realmente la pena.
Pensó, pues, en recoger por escrito éste y otros episodios semejantes, ocurridos en las cortas semanas que llevaba en el pueblo, bajo el título de "Historia de un curita de aldea", con el fin de abrir los ojos a algún clérigo bisoño, y ayudarle en su vida de piedad. Treinta años más tarde esbozaba en una meditación un suceso que, sin duda, formaba parte de las peripecias de su paso por Perdiguera. Con toda seguridad entraría, por derecho propio, en la mencionada "Historia", si el Regente se hubiese decidido a escribirla. Los trazos son autobiográficos: — Cierto curita recién ordenado llegó a una aldea de su país, con pocas casas y muy pocos vecinos. Yendo camino de la iglesia tropezó un buen día con unos clérigos que jugaban a las cartas. Por lo visto, aquellos colegas no tenían mucho que hacer.
Pasó el curita por delante de los jugadores y éstos le invitaron a echar una partida. Pero el joven clérigo se excusó muy cortésmente. Les dijo que no sabía jugar; y se escabulló. Se fue a la iglesia a hacer una visita, acompañando un rato al Santísimo, como acostumbraba hacer todas las tardes, como solía hacer también por las mañanas. No se escandalizaron por ello los jugadores, ¿por qué se iban a escandalizar? Pero, naturalmente, se sonrieron del candor del curita, que bien podía estar reposando el almuerzo y salir después, como todo cura respetable, a darse un paseo por lugares soleados en los meses de invierno, o por sitios frescos y umbrosos en el verano. Al salir el curita de la iglesia los que jugaban a las cartas le vocearon desde lejos: Rosa mystica!; Rosa mystica! Era el mote que algunos le habían puesto en el seminario de Zaragoza. Pronto corrió por los pueblos vecinos la historia y el apodo de "el místico", con que algún que otro empezó a llamar al Regente.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. III). Rialp, Madrid, 2003