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1975. El Padre en Guatemala
El 19 de febrero era el santo de don Álvaro. Apretaba el sol y el Padre sentía el peso de sus rayos. Alguien preguntó: — ¿cómo hacer para ser fieles como don Álvaro? Estalló un fuerte aplauso, al que se unió el Padre. Pero se le veía indispuesto. El reverbero del sol le hería los ojos; y la sequedad del ambiente le agarrotaba la voz.
Esa noche se le declaró un principio de bronquitis, con afonía y fiebre, y un profundo cansancio, que obligó a suspender la tertulia del día 20 y las de días sucesivos. Era más que dudoso el que pudiera reponerse. Ahora sí que estaba exprimido del todo, como un limón. Lo lógico era regresar a Europa.
El Padre aceptó la voluntad de Dios:
Hijos míos, estoy contento de la labor en estas tierras. Hay que seguir trabajando por el mismo camino. Me ha dolido mucho no poder estar con vosotros. ¡Paciencia! Al principio estaba triste; ahora, alegre. Lo he ofrecido todo al Señor por la labor en América Central. En el país vecino estaba muy bien, y vine aquí con la ilusión de hablar con mucha gente. Pero Dios no lo ha permitido. Se lo ofrecemos con alegría.
Eso sí que era una fuerte contradicción. Familias enteras se habían puesto en marcha días antes. Otros se habían gastado sus ahorros para ver y oír al Padre. ¿Quién los consolaría? Lo sorprendente es que, pasada la primera reacción, todos lo tomaron bien y no perdieron su alegría.
El día de su partida, 23 de febrero, se habían congregado en el aeropuerto millares de personas, venidas de Guatemala con la esperanza de escuchar a aquel sacerdote. Al menos, querían despedirle. El Padre se hallaba muy emocionado. En la misma pista de despegue el Cardenal pidió una bendición para la muchedumbre. El Padre no podía negarse; y, antes de subir al avión, saludó y bendijo a la concurrencia.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. III). Rialp, Madrid, 2003