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El siguiente paso fue encontrar confesor a su medida. El 11 de enero le presentaron a un sacerdote paralítico, don Saturnino Martínez. Le pidió don Josemaría que fuera su confesor. Me entiende perfectamente, dice en una catalina de esa fecha. Y no es difícil comprender por qué congeniaba con don Saturnino:
En la conversación, me hizo gozar, por las alabanzas que dedicó a los Ángeles; y porque participa de la creencia de que los sacerdotes, además del Custodio, por nuestro ministerio, tenemos un Arcángel. Salí de aquella casa, con honda alegría, encomendándome al Relojerico y al Arcángel. Y pensé con seguridad que, si realmente no tengo conmigo a un Arcángel, Jesús acabará por mandármelo, para que mi oración al Arcángel no sea estéril. Hecho un niño, por la calle iba pensando cómo le llamaría. Un poco ridículo parece, pero, cuando se está enamorado de Xto, no hay ridículo que valga: mi Arcángel se llama Amador.
Al no cobrar estipendios, don Josemaría tenía libres las intenciones de su misa, para aplicarlas por las necesidades de la Obra y de los suyos. Excepcionalmente, el 17 de enero la dijo por su persona e intenciones:
Celebro por mí, sacerdote pecador, el Santo Sacrificio. Lo noto: ¡cuántos actos de Amor y de Fe! Y, en la acción de gracias, breve y distraída sin embargo, he visto cómo de mi Fe y de mi Amor: de mi penitencia, de mi oración y de mi actividad, depende en buena parte la perseverancia de los míos y, ahora, aun su vida terrena. ¡Bendita Cruz de la Obra, que llevamos mi Señor Jesús —¡Él!— y yo!.
Para sus penitencias le era preciso al sacerdote un mínimo de independencia y libertad de movimientos. Tengo ganas de tener una habitación para mí sólo —reflexiona en sus Apuntes—: no es posible hacer, si no, la vida que Dios me pide. Esa vida consistía en dormir en el suelo, y solamente cinco horas diarias (menos la noche del jueves al viernes, que pasaría en blanco); en prescindir de algunas comidas; y en el uso de las disciplinas (ejercicio totalmente incompatible con el sosiego de una casa de huéspedes, pues ya sabemos cómo solía manejarlas don Josemaría). Por cierto —seguía anotando—, resulta divertidísimo algo que he vivido en Pamplona y en Burgos, y que podía titularse: "a la caza de unas disciplinas". Ignoramos los particulares del caso. Quizás aluda el penitente a la dificultad en hacerse con unas disciplinas adecuadas a su gusto y pretensiones.
Entre unas cosas y otras don Josemaría iba sembrando de abrojos el camino de su vida. La víspera —el 16 de enero, por no ir más lejos—, hizo el propósito firme —se lee en los Apuntes— de no visitar por curiosidad, ¡nunca!, ningún edificio religioso. ¡Pobre catedral de Burgos! |# 55|. (Ciertos adverbios —nunca, jamás...—, respaldados por la firme voluntad del Fundador, son terribles; recuérdese aquel: no mirar ¡nunca!, de 1932).
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei (vol. II). Rialp, Madrid, 2002