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11 de septiembre de 1966
Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere
Cerca de Segovia, Molinoviejo. 1966, septiembre. Otoño y los pinos dorados. En la sala de estudios del pabellón, Luis Mosquera ha improvisado su taller de pintura. Por excepción, "por absoluta excepción... y porque me interesa el personaje", ha aceptado hacer un retrato fuera de su estudio, desplazándose desde Madrid cada mañana. También el retratado ha tenido que vencer su repugnancia a estar mano sobre mano, posando, dos por cinco... "¡diez sesiones, como si yo fuese un artista de cine!".
Mosquera quería más tiempo: "necesito el doble, el triple de sesiones... yo soy un pintor lento... pienso mucho cada pincelada". Al fin, se cierra el trato: cinco sesiones de dos horas y media.
Durante un largo rato le da vueltas y vueltas a un pequeño y tozudo dilema: ¿sacerdotalmente viril o virilmente sacerdotal? Al fin, mientras recarga sus pinceles de siena y ocre, tierra y carne, resuelve: "un sacerdote, con cuajo de hombre". Sólo al final sabrá que el quid, el secreto, no estaba tanto en los ojos como en conseguir llevar al lienzo esa especialísima mirada.
El artista, en sus cinco sesiones de Molinoviejo, intuyó, columbró y palpó que aquel cura que tenía delante era algo más que un prelado, algo más que un canciller, algo más que un fundador, algo más que un ilustre personaje. Algo más y algo distinto: Era un santo de raza. Era, barro y gracia, un santo de la cabeza a los pies, pero con cuajo de hombre.
Hay testigos de esas escenas: Don Alejandro Cantero Fariña y de Don César Ortiz-Echague toman estas notas, en esos días de septiembre:
"Para meterse más en el retrato, Mosquera ha encarecido al Padre que hable mientras posa. Ayer estábamos varios en la sala de estudio. El Padre animaba una conversación amena y sazonada de buen humor. Se dirigía a todos los que le acompañábamos, interesados y curiosos. Pero, a medida que avanzaba el tiempo, su charla se iba dirigiendo de modo especial a Mosquera. El Padre es "un modelo dócil", según dice el pintor. A una indicación suya, se cruza de brazos y mantiene el gesto, estático, casi sin respirar. Luego, cuando Mosquera le dice "ya vale", vuelve a conversar con naturalidad, pero sin cambiar de lugar ni de postura (...) Hoy me he quedado, a solas con el pintor y con el Padre, en un ángulo de la estancia, durante la sesión. El Padre habla a Mosquera con un acento muy personal, muy íntimo. Le tutea y le llama por su nombre: Luis. Más que alabar su talento, elogia la ilusión que pone en su trabajo. De ahí ha pasado a explicarle cómo puede hacer de su arte algo santo, algo humano y divino. Luego, con palabras sencillas y directas, le da noticia de lo que es el Opus Dei. Y con emocionante sinceridad le comunica que Dios ha querido utilizarle a él como instrumento para hacer la Obra en el mundo. Subraya con fuerza, con persuasión, que él se considera "un instrumento inepto y sordo"; que se ve "lleno de miserias"; "capaz de todos los errores y de todos los horrores"; pero que, al mismo tiempo, sólo desea "amar con locura a Jesucristo". El Padre habla durante más de media hora. Yo, en silencio desde mi rincón, aprovecho cada una de sus palabras para ir haciendo mi oración personal de esta mañana.
El pintor hace su trabajo, concentrado y atento. Se le ve conmovido, cogido por esa oración en voz alta del Padre.