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27 agosto 2024

Se esconde en una buhardilla

27 de agosto de 1936

John F. Coverdale, La Fundación del Opus Dei

A final de mes, el ejército sublevado se había abierto camino hasta pocos kilómetros de la capital. El 27 de agosto la aviación nacional bombardeó la ciudad por primera vez. Esta circunstancia desencadenó más represión y endureció la vigilancia. El día 30, un grupo de milicianos entró en el edificio donde se escondían Escrivá y los otros y comenzó un registro sistemático de todas las casas. Cuando llegaron al piso de Sainz, la sirvienta, simulando una fuerte sordera, les entretuvo en la puerta principal para dar tiempo a que Escrivá, Jiménez Vargas y Juan Manuel subieran por la escalera trasera a un ático que se usaba como carbonera. Cuando comenzó el registro, Sainz estaba trabajando. Al llegar, fue arrestado inmediatamente.

En la carbonera hacía un calor sofocante. Los fugitivos oían cómo se acercaba el grupo de milicianos. Entonces, Jiménez Vargas preguntó a Escrivá qué pasaría si eran detenidos y asesinados. “Pues que nos vamos al cielo, hijo”, respondió Escrivá. Jiménez Vargas se tumbó sobre el suelo cubierto por el polvo del carbón y se durmió profundamente.

Al fin, los milicianos llegaron al ático contiguo. Escrivá susurró a Juan Manuel: “Soy sacerdote; estamos en momentos difíciles; si quieres, haz un acto de contrición y yo te doy la absolución”. Juan Manuel comentó más tarde: “Supuso mucha valentía decirme que era sacerdote ya que yo podía haberle traicionado y, en caso de que hubieran entrado, podía haber intentado salvar mi vida, delatándolo”. Afortunadamente, los milicianos se fueron sin registrar su escondite.

En vista del arresto de Sainz, no era prudente volver a su casa. Los tres buscaron refugio temporal en otro piso del mismo edificio, que pertenecía al conde de Leyva. Aunque el conde había sido detenido días antes, su mujer e hijas les dieron la bienvenida.

El gobierno de la República quería descubrir a los partidarios de la sublevación en Madrid. Entre otras cosas, ordenó que se dejasen abiertas las ventanas y encendidas las luces de todas las casas para poder controlar desde la calle a los ocupantes. Esto obligó a los tres refugiados a pasar dos días en el comedor, la única habitación que no tenía ventanas exteriores. Uno de los niños de la familia recuerda: “A ratos pasábamos mucho miedo, pero don Josemaría conservaba su hondo sentido sobrenatural y el buen humor, haciéndonos reír, aunque estaba lógicamente muy preocupado por todos los suyos. A pesar de las circunstancias, no perdió ni un instante su alegría sobrenatural y humana, interesándose por todos”.