-
19 de mayo de 1946
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei
En vista del malestar que experimentaba, fue a consulta médica. El 19 de mayo de 1946 el Dr. R. Ciancas le hizo unos análisis, observando una fuerte glucosuria. Ese mismo día le examinó un prestigioso internista, el Dr. Rof Carballo, el cual confirmó la naturaleza de la diabetes y encargó que se le practicase una curva de glucemia.
Según el parecer unánime de los del Consejo, el viaje a Roma resultaba inevitable. Lo comunicaron al Padre, que se lo agradeció y les explicó que había visto claramente en la presencia de Dios la necesidad de ir a la Ciudad Eterna, cualquiera que hubiera sido la decisión tomada por ellos.
El lunes se proveyó de credenciales diplomáticas en la Nunciatura, y, para evitar imprevistos, fue de nuevo a ver al Dr. Rof Carballo, quien le desaconsejó el desplazamiento a Roma. Reservadamente, el Dr. Rof Carballo hizo saber a Ricardo Fernández Vallespín que, si a pesar de todo, el enfermo emprendía ese viaje, no respondía de su vida, por el grave peligro a que estaba expuesto.
No existía servicio aéreo con Italia y, hallándose cerrada la frontera francesa, la única posibilidad de ir a Roma era el servicio marítimo de Barcelona a Génova. José Orlandis acompañaría al Padre en este viaje. A primera hora de la tarde del miércoles, 19 de junio, salieron en coche de Madrid. El automóvil, un pequeño Lancia, lo conducía Miguel Chorniqué. Esa noche la pasaron en un hotel de Zaragoza.
El día siguiente era la festividad del Corpus Christi. Don Josemaría celebró misa en una capilla lateral de la iglesia de Santa Engracia, a la que asistieron los miembros de la Obra que se hallaban en Zaragoza. Y, como de costumbre, fue a rezar ante la Virgen del Pilar, rememorando los años en que llevaba en su corazón la jaculatoria: Domina, ut sit! De camino para Barcelona se llegó al monasterio de Montserrat a suplicar la protección de la Moreneta y saludar al Abad Escarré, con quien tenía ya amistad muy estrecha. Esa noche durmió en el piso de la calle Muntaner, en La Clínica, como se conocía familiarmente el centro.
Por la mañana, antes de decir misa, el Padre dirigió la meditación a sus hijos en el oratorio. De su oración se escapaban dulces afectos de congoja. Fue una larga queja filial, sincera y vibrante de fe, buscando la respuesta del Cielo, confiado en que el Señor no podía dejar a sus seguidores en la estacada. ¿Qué será de nosotros?, decía tomando las palabras de boca de San Pedro: «Ecce nos reliquimus omnia et secuti sumus te; quid ergo erit nobis?» (Mt 19, 27):
¿¡Señor —le decía el Padre— Tú has podido permitir que yo de buena fe engañe a tantas almas!? ¡Si todo lo he hecho por tu gloria y sabiendo que es tu Voluntad! ¿Es posible que la Santa Sede diga que llegamos con un siglo de anticipación...? Ecce nos reliquimus omnia et secuti sumus te...! Nunca he tenido más voluntad que la de servirte. ¿¡Resultará entonces que soy un trapacero!?
Y exponía machaconamente al Señor, con amorosas razones, que todo lo habían dejado para seguirle:
¿Qué vas a hacer ahora con nosotros? ¡No puedes dejar abandonados a quienes se han fiado de Ti!.
Y, al compás y ritmo de media hora de oración suplicante, pedía la intercesión de Nuestra Señora de la Merced.
Esa misma mañana visitaron la iglesia de la Merced, próxima al puerto, para encomendar a la Virgen aquel viaje.